Tras el decreto de cuarentena nacional, Rosa De Sousa, tras sentirse abrumada en suapartamento, decidió subir a la azotea. Desde ese día, luego de ver a las guacamayas volar en el cielo, forjó, junto a sus vecinos, el hábito de llevar comida a las coloridas aves con el propósito de que llegaran a la terraza para verlas de cerca.
*Andrea Da Silva
“Otro día más de cuarentena”, suspiró Rosita De Sousa, sentada en la azotea de su edificio, mientras no dejaba de admirar la belleza del ívila. Eran las 5:00 de la tarde y empezaba a caer el sol. De pronto, el cielo despejado se impregnó de una variedad de tonalidades que contrastaron armónicamente con el pulmón de Caracas.
Ya era habitual en la urbanización Los Chorros, ubicada en el este del Distrito Capital, escuchar el clamor de las guacamayas azules, cuyos colores combinaron con el cielo de aquel día en procura de alimentos para saciar su hambre.
– ¿Por qué nunca me había detenido a verlas? Todas las tardes, cuando tomo mi taza de café, las escucho, pero jamás me había asomado a apreciar su belleza, reflexionó Rosita.
Había pasado un mes del 13 de marzo de 2020 (fecha en que la Vicepresidenta, Delcy Rodríguez, decretó la cuarentena por el Covid-19 en Venezuela), y las cosas no parecían mejorar; al contrario, los casos de coronavirus se incrementaban día a día.
– La azotea está abierta para todas las personas que quieran subir a tomar aire, manifestó un vecino en el grupo de Whatsapp de propietarios del edificio La Cañada.
Rosita, muy abrumada por la pandemia, había encontrado la solución idónea para despejarse, tomar un poco de sol y observar la imponente montaña de Caracas. Eran las 9 de la mañana.
– Subiré a la azotea. En un rato bajo, dijo Rosita.
– Recuerda llevar la mascarilla. No se sabe si hay más vecinos allá arriba, replicó José, su esposo.
– Casi se me olvida agarrarla.No me acostumbro a usarla.
La terraza se convirtió, desde entonces, en el escape perfecto no solo para ella, sino también para los demás propietarios, pues subían a tomar aire, a hacer ejercicio o apreciar a la Sucursal del Cielo.
Rosita se encontró a un par de vecinos que tenía mucho tiempo sin ver. En ese instante, recordó la conversación que días atrás sostuvo con su hija, Andrea, mientras degustaban una taza de café en la sala de la casa.
– Lo positivo de la cuarentena es que he podido tomarme el tiempo para mí. Antes estaba ocupada con una rutina interminable. Incluso los fines de semanas estaban llenos de repeticiones; no me sentaba a pensar, a relajarme, dijo Rosita a Andrea.
Para ella, ese virus letal había llegado a azotar a los habitantes del mundo, pero detuvo el deterioro del medio ambiente, a causa de las actividades del hombre, y quizás recuperó la apreciación por la vida.
La Administración Nacional de Aeronáutica y el Espacio (NASA) calculó entre 20% y 30% la merma de la contaminación del aire en las grandes ciudades del mundo. A su vez, la Universidad de Stanford (EEUU) aseguró en un estudio similar que “una pandemia es una terrible manera de mejorar la salud medioambiental”.
El clamor de la esperanza
“Cosas mágicas y sencillas que nos regala la capital”, opinó Rosita, quien imaginó que no subiría a la terraza por un largo tiempo, pero, entonces, Freddy le dijo que a las 5:00pm pasaban las aves multicolores.
Las guacamayas pertenecen al orden Psittaciformes y a la familia Psittacidae. Son autóctonas de América del Sur y existen diversas especies y subespecies dentro del mismo género Ara. Debido a esto, es posible visualizar grupos de aves con tonalidades azules, otras con matices rojos e incluso, algunas de color verde, según el libro Birds of Venezuela, de Steve Hilty.
Lo particular de esta especie de aves es que suelen volar en grupos, por eso es común visualizar a más de una en el cielo. Se alimentan de frutas, semillas de girasol o de alguna planta cereal; además, viven 70 años, aproximadamente.
Rosita escuchaba, todas las tardes, el clamor de las guacamayas por la zona. Sin embargo, no se asomaba para observarlas; por eso, cuando su vecino le mencionó la hora en la que volaban por la urbanización, le pareció una buena idea subir a verlas de cerca.
Terminó los quehaceres antes de tiempo y saboreó su respectiva taza de café vespertina. A las 5 pm, se ajustó el tapabocas para ir a la azotea junto a su hija. Cuando las dos ingresaron a la terraza, estaba vacía. Acomodaron dos sillas y se sentaron para esperar por las guacamayas.
“El cielo está hermoso. Caracas siempre encuentra la forma de sorprenderme con detalles pequeños”, dijo Rosita. Ella siempre disfrutó los atardeceres.
El clamor cada vez se escuchaba más cerca y la mujer se elevó de la silla para percibir a las aves con mayor precisión y… ahí estaban: dos guacamayas azules volando juntas y, posteriormente, aterrizando en la ventana de un apartamento del edificio vecino. En ese momento, sintió una gran admiración al verlas.
Estas aves que pasan clamoreando por la metrópoli, se han convertido en el eco de la esperanza; en el sonido que le recuerda al caraqueño que reside en un majestuoso valle, donde puede apreciar espectáculos naturales sin salir de su hogar, que le ayudan a olvidar el caos que sumerge a la ciudad.
Hábitos serviciales
Desde ese día, Rosita se planteó un propósito: conseguir que las guacamayas aterrizaran en la azotea de su edificio. “Claro que es espectacular poder observarlas, pero verlas de cerca, en la terraza, debe ser una experiencia superior”, sostuvo la madre de dos hijos.
La cuarentena causó un efecto positivo en ella: se aferró a los pequeños detalles de la vida; también logró que adquiriera un hábito servicial dirigido a las aves coloridas que le dan vida a la ciudad, pues su objetivo era alimentarlas para obtener el beneficio de visualizar, de manera directa, los colores de sus plumas.
A las 4:30 de la tarde del día siguiente, ascendió a la terraza con bocadillos: cambures y frutos secos (pues investigó que las guacamayas ingieren tales alimentos) con la esperanza de llamar la atención de estas aves para que reposaran en la baranda de la azotea.
Cuando las vio volar, les gritó “aquí, aquí”, esperando que llegaran a consumir la comida que ella les ofrecía. No obstante, iban al otro edificio que se posicionaba en frente.
“¿Cuánto tiempo van a tardar en asentarse?”, se preguntó la mujer. Sin importarle mucho, continuó ascendiendo a la terraza, pues más allá de querer ver de cerca a las guacamayas, ya había adquirido el hábito de estar ahí y despejarse.
“En realidad, esa es la ganancia, poder hacer algo diferente todos los días”, le dijo Rosita a los vecinos. Sin darse cuenta, había logrado una especie de comunidad que tenía el mismo objetivo: ver de cerca a las aves.
Propósito cumplido,resultado efectivo
Luego de dos meses, por fin sucedió lo que todos anhelaban: dos guacamayas azules se posaron en la azotea demandando comida. Todos, automáticamente, festejaron y se acercaron a las aves extendiéndoles cambures y frutos secos.
Las dos aves poseían diversas tonalidades en sus plumajes: en la parte superior de la cabeza, recorriendo el resto del cuerpo y las extremidades de las alas, se podía visualizar, en ambas, un color azul intenso que combinaba con el cielo de aquel día; en el pecho de las guacamayas, destacaba un matiz amarillo, casi tan potente como el sol. Asimismo, la zona alrededor de sus ojos era blanca con salpicaduras negras, mismo tono del pico y las garras.
Existen guacamayas de varios colores; en Caracas, a pesar de que es más común observar la Ara ararauna (azul y amarilla), habitan otras tres especies de aves: Ara chloropterus (roja y verde), Ara severus (Maracaná grande), y Ara macao (amarilla, azul y rojo), según la bióloga y ornitóloga, María González, referida por el portal web Nius.
Era una experiencia superior darles de comer en la mano, Rosita lo sabía. El tiempo, que no había corrido en vano, incrementó la esperanza y el deseo de observarlas.
La rutina que construyeron en el terrado enlazó a los residentes, pues estaban lejos en la cercanía. Antes de la pandemia, los propietarios solo cruzaban palabras entre ellos; ese hábito que Rosita forjó, trajo consigo no solo el aprovechamiento de ver y alimentar a las aves, sino que tuvo una ganancia mayor: conocer más a las personas que habitan en el edificio, tras compartir objetivos y charlas.
Darse cuenta de los detalles y crear rutinas positivas que ayuden a la salud mental es lo que hace el cambio. La cuarentena, en el edificio de Rosita, tuvo un resultado efectivo, pues aunque muchas personas en el mundo estuvieron aisladas, en “La Cañada” utilizaron a su favor las medidas de bioseguridad para compartir momentos al aire libre.
Para compartir con las guacamayas de Rosita.
*Andrea Da Silva es estudiante de Comunicación Social de la Universidad Monteávila.