¿Epi… qué?

Gabriel Gutiérrez.-

La palabrita surgió en la última sesión del Club de lectura. El miércoles pasado, en la Biblioteca, discutí­amos si el comportamiento de Atticus y la comprensión de Scout, al final de «Matar un ruiseñor», era correcta o no. ¿Es correcto hacer una excepción en la aplicación de la ley solo porque un hombre sea requetebueno? Todos estábamos de parte de Boo. Pero pretender que no se le juzgara por el asesinato del patán de Ewel —aunque hubiera sido en defensa propia— nos parecí­a una trampita. Fue entonces cuando surgió la palabra ‘epiqueya’.

Como dice el resumen que hace Lectulandia de la novela (Lectulandia es la Disneylandia de los libros en internet), «Matar un ruiseñor», la obra maestra de Harper Lee, “se trata de una historia de niños en la que van confluyendo la brutalidad y la cordura de los adultos, ese mundo fracturado cuyos fragmentos se complementan en una educación moral llena de contradicciones”. La epiqueya, por tanto, tiene mucha relación con el libro.

—¿Epi… qué?

Aquel dí­a en el Club de Lectura, antes de consultar el diccionario, intentamos descifrar el significado por intuición. “Una hazaña épica muy grande” (Creo que el subconsciente se confundió con ‘epopeya’). También intentamos apoyarnos en ‘epidemia’, ‘episodio’… pero no llegamos a ningún sitio.

Fuimos al diccionario: “Interpretación moderada y prudente de la ley, según las circunstancias de tiempo, lugar y persona”. —Si a veces hay que interpretar la ley entonces no basta aplicarla para conseguir justicia. —¡Es verdad! Interpretarla es compararla con algo que no es la ley misma. Al interpretar la ley la comparamos con una justicia ‘auténtica’ o, al menos, una noción de justicia superior a la ley.

A veces lo ‘justo’ no es tan justo. Los abogados saben de memoria que «la ignorancia de la ley no excusa de su cumplimiento». No parece justo, pero eso dice el artí­culo 2 del Código Civil venezolano (y no sólo el nuestro, sino el de muchí­simos paí­ses del mundo).

Lo justo –lo correcto– no depende de la letra de la ley. Ni de lo que pactan las partes, aunque ‘cumplir lo pactado’ eso sí­ es auténticamente correcto. Pongamos un ejemplo. Es conocida la gravedad del plagio. Usar las palabras de otros, haciéndolas pasar como propias, supone hacer trampa para conseguir los propios objetivos. Y eso está mal. Pero también existe el autoplagio –existe la conducta, aunque no sé si existe la palabra–: un alumno presenta como trabajo de una asignatura en la Universidad, un ensayo que hizo en bachillerato. No se está apropiando de las palabras de otros, pero sí­ está haciendo trampa: sancionarlo no serí­a injusto porque hubo una intención fraudulenta.

La noción auténtica de lo justo en cada caso concreto la encontramos en ese principio básico –la idea que rige la conducta en una situación concreta– en el que tiene su fundamento una norma. Para descubrirlo basta ponerse en el lugar del otro. Es lo que hacemos cuando analizamos si los terroristas tienen o no una moral natural distinta por el hecho de considerar bueno y correcto matar gente inocente en los casos en que, dicen ellos, así­ se lo pide su honor, sus convicciones o su religión. En nuestro análisis ponemos al terrorista en el lugar del otro, en este caso en las ví­ctimas inocentes. Si a ese terrorista le matan a sus hijos –gente inocente–, ¿dejarí­a de reaccionar? ¿Considerarí­a que «lo que es igual no es trampa»? –Pareciera que no. Él también lo considerarí­a injusto. El tal terrorista no tiene una moral natural distinta, simplemente hay algo especial y particular, sin duda torcido o enredado, que le lleva a considerar que no se porta mal cuando mata a gente inocente. Haberse puesto en el lugar del otro nos permitió descubrir qué es lo auténticamente correcto.

Así­ funciona la conciencia, ese GPS interior que siempre nos señala lo que es correcto. Basta considerar determinada conducta como algo propio, para que la conciencia personal pueda examinar la bondad o maldad de aquel acto, como quien digitaliza una imagen en alta resolución. Es con esa noción de auténtica justicia que comparamos la letra de la ley para interpretarla, que en eso consiste la epiqueya.

Conviene insistir. No se trata de si a mí­ me gustarí­a que me hicieran lo mismo, como si ese ‘gustarí­a’ hiciera referencia solo a nuestros gustos. La expresión tan conocida no se refiere a nuestros gustos; en realidad significa “si a mí­ me pareciera justo que me hicieran aquello”.

La novela “Matar un ruiseñor” debe su nombre a lo ocurrido en el cumpleaños número ocho de Scout –o en la Navidad de ese año, ahora no recuerdo bien. Atticus le regala un rifle. Pero al mismo tiempo le pide que no les dispare a los ruiseñores, que no se dedican a otra cosa que a cantar para alegrarnos, ni devoran los frutos de los huertos, ni anidan en los arcones del maí­z. “–Preferirí­a que disparaseis contra botes vací­os en el patio trasero, pero sé que perseguiréis a los pájaros. Matad los arrendajos azules que queráis, si podéis darles, pero recordad que matar un ruiseñor es pecado. […] No hacen más que derramar el corazón cantando para nuestro deleite. Por eso es pecado matar un ruiseñor”. Sin la epiqueya habrí­amos matado al ruiseñor.

*Gabriel Gutiérrez es profesor de la Universidad Monteávila

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