Grismar Hernández.-
Foto: Bella Ribas.-
Un apagón de más de tres días, no es la primera vez que vivo una realidad como esta. Toda mi juventud la viví en un pueblo llamado Tucupido en el estado Guárico, los cortes de luz que pueden durar más de 24 horas era algo muy común a lo que fuimos obligados a aceptar.
Cuando la luz se iba de noche lo único que disfrutaba era ver el cielo estrellado, era impactantemente hermoso, eso debo admitir que era mi parte favorita. En Caracas la situación era totalmente lo contrario, era la primera vez que estaba por tanto tiempo sin luz, sin embargo, nunca me sentí estresada o afectada, por lo menos los primeros días.
El viernes en la tarde la luz volvió, pero sí, se volvió a ir, me sentí como un árbol navideño, pero esto seguía sin afectarme mucho, a las 8 de la noche volvió, toca correr a cargar el teléfono, ese era el objetivo de todos en mi casa antes de que nos quedemos de nuevo sin luz.
El sábado en la mañana fue otro día común, tenía luz, agua, comida e internet nunca pensé que se volvería a ir, pero estaba equivocada ¡Ay no se volvió a ir! La sensación que se apoderaba de mí había cambiado, esta vez sí comenzó a afectarme, así que busqué refugiarme, en la lectura, leí mucho hasta que se me acababa la iluminación, luego conversaba con mi tía o buscaba hacer otra cosa, cada cinco minutos veía mi teléfono, cero llamadas, cero mensajes, y cuando llegaban aprovechábamos para asegurarles a mis familiares que todo estaba bien.
Los días sin noticias, sin saber qué pasaba, era lo que más me estresaba, nos estábamos quedando sin agua, la comida se estaba descongelando, el estrés ya estaba llegando. Las noches eran terribles, las plagas, las estúpidas plagas no me dejaban dormir, si antes no me gustaban, ahora las odio.
El domingo por la tarde no teníamos luz, ya eran dos días seguidos, mi teléfono se estaba descargando, lo apagaba para evitar que se muriera, no sabíamos ni siquiera la hora, y de nuevo me refugie en la lectura. De mi familia no sabía nada, eso fue lo más terrible la sensación de desinformación.
¡Llegó la luz! A cargar el teléfono, ese día no hablé con mis papás; sin embargo, sabía que estaban bien. Desde ese momento la luz no se ha ido de nuevo, pero la sensación de que en Venezuela se quedará a oscuras otra vez, no desaparece.
*Crismar Hernández es estudiante de la Universidad Monteávila
*Bella Ribas es estudiante de la Universidad Monteávila