Carlos García Soto.-Â
El próximo 2 de febrero se cumplen veinte años de la toma de posesión de Hugo Chávez, luego de su victoria en diciembre de 1998, con el 56,20 % de los votos.
La toma de posesión del nuevo Presidente no sólo implicó el inicio de un nuevo gobierno, sino también el inicio de un proceso constituyente que fue convocado al margen de la entonces vigente Constitución de 1999. Veinte años entonces han transcurrido de un proceso constituyente fraudulento, proceso que contrasta con el consenso que dio origen a la Constitución de España, que justo ahora cumple cuarenta años.
La propia juramentación del nuevo Presidente fue un signo de los tiempos por venir, cuando juró “sobre esta moribunda Constitución”, frente al presidente Caldera y frente al presidente del Congreso, Luis Alfonso Dávila, en abierta violación al ceremonial civil que exigía la ocasión. Políticos y juristas muy serios se preguntaron, con razón, si un juramento en esos términos podía ser considerado como válido. Lo que vino después fue la entrega de poderes “plenipotenciarios” a la ANC de 1999, que destituyó a los Poderes Públicos para que mediante nuevas designaciones quedaran bajo control del régimen naciente.
Paradójicamente, veinte años después está instalada una ANC que también se considera a sí misma por encima de la Constitución y de los Poderes Públicos, particularmente sobre la Asamblea Nacional, electa democráticamente por el pueblo en diciembre de 2015, y que intenta representar a sus ciudadanos ante el abuso del poder.
Pero, además, también paradójicamente, veinte años después también nos encontramos ante una crisis constitucional sobre el juramento presidencial, como medio para la toma de posesión del cargo: el propio Parlamento ante quien debe realizarse esa toma de posesión mediante juramentación cuestiona que el Presidente pueda tomar posesión de un cargo luego de una elección ilegítima.
De hecho, en los últimos años el país ha sufrido de varias crisis con ocasión de la juramentación de funcionarios públicos: tan sólo recuérdese cómo en enero de 2013 la Sala Constitucional acudió a la tesis de la “continuidad administrativa” para no exigir al Presidente reelecto la juramentación, o el caso del gobernador Juan Pablo Guanipa, a quien no se le permitió la juramentación ante el Consejo Legislativo del Estado Zulia, y se le exigió –sin éxito- una juramentación ante la ANC.
En política el juramento es uno de los actos más importantes. El ejercicio del Poder requiere de ciertas formalidades para expresar así que ese Poder no quiere ser una fuerza bruta, sino una fuerza legítima orientada al servicio de los ciudadanos. La toma de posesión del cargo, mediante la juramentación, es así uno de los actos más importantes del ceremonial civil en una República.
La figura de la toma de posesión del cargo, mediante juramento, tiene, entre otros, dos propósitos fundamentales: por una parte, que esté determinada una fecha cierta a partir de la cual el nuevo Presidente (u otro funcionario de elección popular) es el titular del cargo; por otra parte, que el juramentado se comprometa ante el país a respetar la propia Constitución y los valores democráticos. Pocas cosas tan importantes para una sociedad como saber quién manda y a partir de cuándo se entiende ese mandato, y que el mandatario se comprometa frente a los mandantes a cumplir con unos valores fundamentales.
Por ello, toda Constitución trata de fijar muy bien las reglas sobre la toma de posesión: es preciso que esté escrito en algún lugar cuándo comienza el mandato legítimo del que aspira a gobernar a la sociedad. La Constitución de 1999, autocrática en muchos aspectos, es particularmente clara sin embargo a la hora de decir cómo y cuándo se asume el mandato del Presidente. Dice así su artículo 231:
“Artículo 231. El candidato elegido o candidata elegida tomará posesión del cargo de Presidente o Presidenta de la República el diez de enero del primer año de su período constitucional, mediante juramento ante la Asamblea Nacional. Si por cualquier motivo sobrevenido el Presidente o Presidenta de la República no pudiese tomar posesión ante la Asamblea Nacional, lo hará ante el Tribunal Supremo de Justicia”.
La norma recoge un principio fundamental: el Presidente debe tomar posesión del cargo, mediante juramento, ante la representación popular, que se expresa en la Asamblea Nacional. Es decir, se señala expresamente ante quién debe realizarse el juramento de los deberes del cargo, ante los ciudadanos, representados por sus Diputados.
Pero no sólo es suficiente que el juramento se preste ante la representación popular reunida en el Parlamento. Otro requisito fundamental para toda juramentación es que el cargo sobre el cual se jura sea legítimo, es decir, que el funcionario haya sido designado o electo de forma legítima, mediante elecciones verdaderamente democráticas. Caso contrario, la juramentación sólo implica un acto más de la farsa.
Así, el juramento presidencial al iniciar un nuevo período constitucional debe cumplir dos formalidades esenciales en una República: que se presente ante la representación popular y que la designación o elección del cargo sea legítima.
Sólo así la sociedad podrá estar segura y en concordia sobre quién ejerce el mando, y desde cuándo, y si lo ejerce de forma legítima.
Las formalidades en la República no son un cascarón vacío para rellenar de cualquier forma: son parte del ritual civil que la sociedad se impone a sí misma para no caer ante la barbarie expresada en el Poder ilegítimo.
*Carlos García Soto es profesor de la Universidad Monteávila