Francisco Blanco.-
Tomé un libro que tenía un título pero hablaba de otra cosa. Poco sabía yo lo que en esas líneas turbiamente negras sobre un papel ya enfermo, con ese olor a historia que tienen los libros viejos de la Biblioteca de la Universidad, iba a encontrar tanto.
Fue una cosa sin duda inefable, yo estaba allí, en la mesa improvisada con la raíz del ficus que hacía de jardín interno en la facultad, sentado pretendiendo leer para impresionar a las chicas, pero esta vez leí, y leí de verdad, de pronto no había mesa, no había bancos de concreto, no había olor a grama húmeda, no había frío de la montaña, no estaban los pasillos de la facultad, ya no estaba José, el amigo de las copias, desaparecieron las chicas, se borró el mural del centro de estudiantes, estaba solo yo. Esas líneas y yo.
Entré a la galería una tarde de domingo a ver y me topé con el agujero negro del universo. Era una exposición de afiches, más que interesante cabe destacar, y como me encanta la gráfica estaba a la expectativa de ver cosas geniales.
Caminaba por la sala y los afiches tenían textos de poetas venezolanos que pintaban cualquier color del círculo, política, cultura, país, historia, militares, dime un tema y seguro estaba allí. En el pared trasera del lugar, a un cuarto de distancia de la segunda mitad, una línea de fuga asimétrica me llamó la atención, una forma negra en tajante claro oscuro rezaba: “Quizás, la experiencia de la sombra sea incomunicable… Quizás lo terrible no se pueda describir”.
Todo se me puso blanco, el resplandor me ayudaba a enfocarme más y cada vez con mayor agudeza sobre esas líneas, estaba absorto, como si mi existencia fuese tan leve que podía flotar, el momento era impresionante, como para querer vivirlo perennemente, como para que no se acabara nunca.
Lo veía y lo veía, y todo se fundió a negro, los afiches todos comenzaron a desaparecer, ya no había murmullo de nadie, no había sol, no había nubes, no había tarde de domingo, solo el afiche, la vacuidad y yo. Al mismo tiempo caía en una pendiente de terror sin fin, a toda velocidad, las palabras tomaron en formas terribles en mi mente, como en una pesadilla sin límite, como una ficción real.
Me levantaba el deslumbramiento por ver como las palabras tomaban forma en mi mente mientras las leía, cobraban un nivel de formalidad casi objetivo, un momento de percepción perfecta, como en un sueño sin soñar, como cuando te vas a otro plano de la realidad pero tu cuerpo sigue acá, verdaderamente, era la Filosofía haciéndose delante de mí.
Me hundía en un charco de petróleo, una cosa inentendible, algo cien por ciento vivencial, el otro lado del camino, otro nivel de corporeidad, lo que le sigue a lo existencial, el tiempo después del fin, de donde nadie regresa nunca, lo que nos toca, lo que espero se tarde mucho, lo que al llegar me pille contento, a donde me quiero ir pleno.
Tomé un libro que tenía un título pero hablaba de otra cosa, hablaba de la vida.
Entré a la galería una tarde de domingo y me topé con el agujero negro del universo, la muerte.
*Francisco J. Blanco es profesor de la Universidad Monteàvila