Reflexiones universitarias| Los hábitos necesarios para el paí­s (I)

Fernando Vizcaya Carrillo.-

Teorí­as pedagógicas poco apuntan a los hábitos. Foto: Mary Ann González

Cuenta un pedagogo oriental: “Una ostra perpleja en las profundidades del mar, preguntaba a un pez, ¿Qué es eso del mar? Todos hablan de él, me gustarí­a conocerlo. Respondió el pez: el mar está aquí­. A tu lado, te estrecha en sus brazos siempre. Y dijo la ostra, ¿por qué no lo veo? Contestó el pez: demasiado inmenso para abarcarlo con tu mirada, tan dentro de ti que se confunde contigo. No hay nada de ti que no esté en su fuerza… “ Lo que llaman los filósofos inteligencia práctica es la prudencia. Se fundamenta en la humildad, sin la cual somos ciegos o sordos.

Es de acuerdo general entre los intelectuales, que ese es el primer hábito que necesitamos, como personas y como ciudadanos en una democracia participativa. Saber preguntar, saber decidir y saber actuar…y saber aceptar. La llaman prudencia

Sin embargo, es equí­voca la palabra prudencia. Cuando la oí­mos pensamos en alguien apocado, que no se atreve. O en el otro extremo el hombre sagaz –como lo describe Maquiavelo- para obtener el poder a cualquier precio. En el fondo de esta posición está el profundo odio a otra persona porque la consideramos mejor, es lo que se ha llamado durante siglos envidia. Es una de las trampas de lo que se ha querido llamar democracia.

En realidad, la prudencia corresponde a la persona que está rectamente formada. A esto se refiere la prudencia, como una capacidad consolidada y estable. Entendemos por formar —dar forma interior a la persona—, no solo la transmisión de muchos conocimientos, sino el cultivo de los hábitos intelectuales para actuar sobre esos conocimientos y producir conclusiones propias, seleccionar ideas y elegir entre ellas, para clasificar, catalogar y categorizar, producir ciencia o elaborar leyes.

Como contraparte a esta posible propuesta, las teorí­as pedagógicas que sostienen la educación formal del paí­s, presentan caracterí­sticas que podrí­amos catalogar como reducidas a lo cognoscitivo, y muy pocas en el orden de los hábitos y de las habilidades. Se tiene en cuenta, en esas metodologí­as, sobre todo, los conocimientos que deben tener los alumnos y en función de eso (para no hablar de los casos de aberraciones curriculares y metodológicas) se construyen modelos pedagógicos y se usan las tecnologí­as correspondientes a esos modelos.

Siempre he sostenido que la Educación, viene del núcleo maravilloso que es el amor conyugal, y sólo de allí­. La teorí­a educativa que sostiene educar, en su afán igualador por el conocimiento, tiene un sabor innegable de superficialidad, y se limita a la instrucción. Se tiene en cuenta mucho más el resultado administrativo de la acción escolar, que el éxito de la educación propiamente dicha. Se deciden temas, programas y diseños curriculares para la instrucción sobre la base de estudios estadí­sticos, dándole a una cifra un valor casi absoluto en el momento de elegir los distintos aspectos de la enseñanza, o a las diversas situaciones posibles para la orientación antes de tomar las decisiones.

Solo sobre una base cientí­fica de la pedagogí­a se puede cultivar una actitud tan necesaria para nuestro paí­s, que tienda a la riqueza por una libre y sana economí­a como es la ciudadaní­a, entendida como el producto de hábitos. Y estos hábitos vienen del hogar, en su sentido más profundo, del matrimonio.

Esta, la ciudadaní­a, se compone de varias disposiciones. Una de las vertientes en el cultivo de esta disposición del espí­ritu es la tendencia al trabajo, y que se suele denominar laboriosidad. El hombre laborioso es el emprendedor, el que combina hacer lo correcto haciéndolo bien –glosando a Peter Drucker-. Allí­ posiblemente esté el secreto de conseguir buenas disposiciones a través de un plan de enseñanza adecuado. La urdimbre de estas virtudes en un entramado social es lo que podrí­amos llamar “tierra sólida” para la verdadera productividad.

Otro de los frutos que pueden percibirse de un sistema de educación que persiga la adquisición de disposiciones indispensables para la vida de un sistema democrático, consiste en que el mismo dota al ciudadano común de un arte (entendemos por arte, la suma y perfección por la práctica, de técnicas aprendidas por ese mismo hacer) para la deliberación en el ámbito comunitario.

Esta disposición, que llamamos deliberación es el paso previo necesario para el consenso, categorí­a esencial de la vida en la ciudad y en un sistema de gobierno como es el sistema democrático y parte de esa vida es la posibilidad del libre comercio y de la sana competencia. Como es evidente actualmente, las conversaciones que se producen sobre los asuntos públicos y a veces privados, con dificultad se pueden llamar diálogos ciudadanos; y frecuentemente, no pasan de ser discusiones apasionadas, con intereses grupales o personales. Esto lleva inevitablemente a situaciones difí­ciles de resolver porque no se distinguen por su racionalidad, sino que su caracterí­stica más común  es el apasionamiento. Parecerí­a que el cultivo de las disposiciones que caracterizan al hombre prudente es imperativo en nuestro sistema educativo.

*Fernando Vizcaya Carrillo es decano de la Facultad de Ciencias de la Educación de la Universidad Monteávila.

*Mary Ann González es estudiante de Comunicación Social de la Universidad Monteávila.

 

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