«Solo pensando en Dios y en los demás lograremos hacernos personas de bien»

Javier Rodrí­guez Arjona.-

 

Umaí­stas dieron gracias a Dios por culminación de etapa de estudios universitarios. Foto: UMA

Acabamos de escuchar en la lectura del Evangelio según San Juan el encuentro de aquellos jóvenes con Jesucristo. La juventud es un tiempo emblemático de búsqueda. Decí­a Romano Guardini: el carácter básico de la edad juvenil está determinado por dos elementos: uno positivo: la fuerza ascendente de la personalidad que se autoafirma y de la vitalidad que todo lo penetra; otro negativo: la falta de experiencia de la realidad. (Las etapas de la vida).

Todos ustedes, me atrevo a pensar, viven ahora en esos dos elementos que producen un rio de deseos de realización personal y al mismo tiempo sienten miedo. Un temor que se disimula en estos dí­as por la necesidad de vivir el momento. Y es lógico.

Sin embargo, somos conscientes que “nuestra vocación, como seres humanos, no es vivir en una perenne búsqueda, sino encontrar la verdad. No basta ser auténticos, hay que lograr ser “verdaderos”. (Mons. José Ignacio Munilla).

Los cristianos sabemos que Jesús es el camino, la verdad y la vida.

Cómo me gustarí­a poder llegar al corazón de cada uno y ayudarlos  a situarse frente a frente a Jesucristo. Como hizo San Andrés con su hermano Simón. Consciente como soy de que un verdadero encuentro con Jesús es la clave para enrumbar la vida y realizarnos como hombres y mujeres, y sobre todo, como hijos de Dios.

Ustedes han pasado varios años de su juventud en las aulas de la Universidad Monteavlia. Además de la ciencia propia de cada carrera, se aspira a que también se impregnen de un espí­ritu que les prenda en el corazón la determinación de ser buenos. Sencilla y verdaderamente buenos. Y para eso necesitamos ser libres y sabernos hijos de Dios.

Dice San Josemarí­a, “hay quienes tienen miedo a ejercitar la libertad. Prefieren que les den formulas hechas para todo: es una paradoja, pero los hombres muchas veces exigen la norma –renunciando a la libertad- por temor a arriesgarse” (Carta del 9 de enero de 1959, N° 59).

“El cristiano no es un maniático coleccionista de una hoja inmaculada” (Es Cristo que pasa, n° 75). Nuestra religión no es un reglamento, ni un moralismo. Recordémoslo: “Dios no desea siervos forzados, prefiere hijos libres” (Amigos de Dios, n° 33).

Pero para poder vivir como debemos, necesitamos conocer la verdad. Empezando por la verdad sobre nosotros mismos. Y aquí­ es donde el encuentro, personal, con Cristo tiene un papel estelar. El Santo Papa Juan Pablo II recordaba con frecuencia que “Cristo es quien revela el hombre al hombre mismo. Solo Él sabe lo que hay dentro del hombre, solo Él lo sabe” (Homilí­a de inicio del Pontificado, 22 oct 1978).

A veces estamos convencidos de que nos conocemos y que nuestra autoconciencia es suficiente… y tal vez no deberí­amos estar tan seguros. Si Dios no cuenta verdaderamente en nuestras vidas, posiblemente somos unos ignorantes de nuestras verdades más í­ntimas.

Hagamos ahora mismo un ejercicio práctico que puede ayudarnos. Considero que lo más emblemático de una persona es su propio rostro. Es lo que universalmente nos identifica. Pues bien, sin la ayuda de algo que nos lo refleje, no sabrí­amos como tenemos la cara. Intentemos describirnos con lo que alcanzamos a ver de nuestra cara… Sin un espejo, sin una foto… Pues bien, sin la oración personal, sin esos ratos diarios de intimidad sincera con Dios, no sabemos cómo tenemos el alma. Podemos ser muy eruditos en muchas cosas y al mismo tiempo, analfabetas de nuestra identidad profunda. Y ser analfabetas nos hace las personas más vulnerables y manipulables de la tierra.

Una nueva generación de egresados alcanzó un importante objetivo. Foto: UMA

Tenemos que determinarnos a fomentar nuestra vida interior, vida de intimidad con Dios y de acercamiento a Jesucristo. Fomentemos el hábito de leer el Evangelio y el Catecismo de la iglesia católica. Pero de a poquito, de a poquito, pero eso sí­, diariamente.

Estamos  llamados a conocer  y amar a Dios, y a conocernos a nosotros   mismos, para poder llevar adelante nuestra misión en el mundo. Misión que tiene todo que ver con los demás. Pues nuestra santidad es personal, pero no solitaria. Por eso no basta rezar.

A todos nosotros, la Providencia Divina nos ha puesto por delante ejemplos muy cercanos, hermosos y dramáticos, de cómo se entrega la vida por lo que uno cree. Hemos sido testigos de cómo se forjan los héroes de carne y hueso. Chamos con valor y un poco de temeridad, movidos por la necesidad y la santa rebeldí­a que nos permite soñar con algo mejor. Y así­, de la boca y del corazón de estos nuevos libertadores, salen frases sencillas y profundas, que las podrí­a decir cualquiera, pero que cuando las escuchamos sabiendo la autenticidad de quien las dijo, porque las respaldan con sus vidas entregadas, tienen la fuerza para convencernos de que no solo es posible, sino que es una necesidad y un compromiso ineludible: reconstruir la Patria.

Y hacerlo bien, desde el fondo del hueco del que estamos intentando salir.  Es verdad lo que decí­a Neomar Lander: “la lucha de pocos,   vale por el futuro de muchos”. Y para muchos, ese futuro se ha convertido en un presente de esfuerzo compartido por la inmensa mayorí­a. Por eso hoy, aun frente a enormes amenazas, palpamos la fuerza de una esperanza invencible. Y,  además, la  ayuda de Dios. (cfr. Diversos Mensajes de la CEV 2017)

Es bueno emocionarnos pero las cosas no se consiguen con puro sentimiento, hay que trabajar el propio carácter, la disciplina y el orden, y poner el corazón. Solo pensando en Dios y en los demás, lograremos de verdad hacernos personas de bien, sacar a flote una sociedad maltratada   y evitar el riesgo de salir de una situación de opresión polí­tica, para caer en las garras de la dictadura del relativismo moral: esa predica loca donde todo vale lo mismo, donde se olvida que la libertad no libera, la que libera es la Verdad.  Pero  una Verdad no impuesta, sino ofrecida con respeto, para qué el ser humano la acepte y la viva. Por eso, de cualquier tipo de dictadura, ¡lí­branos Señor!

La vida  no se detiene y las familias que formen, las comunidades humanas  que constituyamos, serán reflejo de las personas que las integran. Es preciso recuperar y reafirmar nuestra identidad cristiana, el hacer la verdad con caridad, como decí­a San Pablo. Redescubrir la libertad gozosa de los hijos de Dios. Afianzar la experiencia maravillosa de la solidaridad y la cooperación fraterna que nos a hermanado a todos y que jamás se nos olvide que constituimos  un solo pueblo, que no es un delito pensar distinto, que no podemos olvidarnos de los que tienen menos  y de los que casi no tienen nada.

Estamos ante una auténtica encrucijada de la historia de Venezuela, y esto nos exige que formemos la cabeza y el corazón, las dos cosas. Siempre tenemos que estar aprendiendo a pensar y aprendiendo a amar.

El campo de las luchas que se dan en las calles de nuestro paí­s,  tienen  también su reflejo en la batalla interior que se libra en el corazón de los venezolanos: tristezas y esperanzas, deseos de venganza y necesidad de perdón, justicia  y paz, anhelos de libertad, sed de amor y de alegrí­a. Requerimos un guí­a para nuestra zozobra interior. Y el Maestro es Jesucristo. No hay otro.  Busquémoslo y llevemos a los demás ante Jesús.  Si luchamos por ser  buenos, los demás terminaran descubriendo en tu vida y en la mí­a, ese Cristo que   todos necesitamos. De eso se trata.

A la Madre de Jesús, nuestra Señora de Coromoto, Patrona de Venezuela y de Caracas, le pedimos que se muestre siempre Madre nuestra. Que nos ayude a dar gracias a Dios por la culminación de esta etapa de estudios universitarios. Triunfo que cada uno de ustedes comparte con sus padres y profesores.

Que nuestro amor filial a la Madre de Dios, nos identifique con Jesús, su Hijo, Nuestro Señor. Amén.

* Javier Rodrí­guez Arjona es el capellán de la Universidad Monteávila.

Homilí­a de la solemne misa de grado de la Universidad Monteávila, impartida el 22 de julio del 2017 en la Iglesia de la Sagrada Familia de Nazaret y San Josemarí­a.

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