La pluralidad del estatus a finales de la antigí¼edad

Emilio Spósito Contreras.-

Durante el bajo Imperio, es decir, el perí­odo que se extendió entre el ascenso al poder del emperador Diocleciano en 284 d.C. y la caí­da del Imperio romano en Occidente en el 476, el derecho visualizó la condición de muchas de las clases medias y bajas de la época, quizás como expresión de los profundos cambios, la crisis social y la agitación que, finalmente, llevarí­an al quiebre de la Antigí¼edad y el inicio del Medioevo.

Tanto en el Codex Theodosianus (438) como en el Corpus Iuris Civilis (529) se legisló sobre clases semejantes a la de los manumisos durante la república o el principado, bien porque efectivamente se trataba de esclavos liberados, o bien porque su estatus jurí­dico implicaba importantes limitaciones y cuidados, así­ como un tratamiento especial al agruparse bajo los esquemas de gremios o hermandades recién creados.

En este sentido, cabe mencionar a los cohortales o la soldadesca romana, muy abundante y mal pagada durante el bajo Imperio (Codex 6, 1, 62: 3). Frente a éstos, se puede mencionar a los curiales, especie de clase media ciudadana que debí­a soportar los onerosos cargos municipales y que, en cuanto se les presentaba la oportunidad, huí­an de sus responsabilidades ingresando, la mayorí­a de las veces, al clero (Novellae 5, 25, 70 y 7, 1, 89: 3).

Otras clases, no asociadas a funciones sino a los trabajos de la época, fueron la de los murilégulos (Cod. Th. 10, 20, 5; 14 y ss.; Cod. Just. 11, 7, 11.), dedicados a la obtención de la valiosa púrpura de Tiro, extraí­da de moluscos llamados murex –de allí­ el nombre “muri-legulus” o recolectores de múrices– y que se usaba para teñir los trajes de reyes y emperadores. Su trabajo era tan apreciado como duro, por lo que existí­an normas que limitaban la posibilidad de evadirse de su negocio asilándose en los templos cristianos.

A veces el viento sopla a favor de derroteros de universalismo y simplificación, a veces, de particularismo y la inevitable disgregación

De forma similar, se menciona en las fuentes a los fabricenses (Cod. Th. 10, 22 y Cod. Just. 11, 9, 4), es decir, los armeros, conocedores de un arte de vital importancia para el Imperio. Aunque se marcaban en los brazos al igual que los reclutas, transmití­an el oficio a su descendencia y se imponí­a la responsabilidad solidaria del gremio respecto de las obligaciones de sus miembros, también se contemplaban importantes privilegios fiscales y prerrogativas para los armeros retirados y sus familias.

Más allá de los oficios, igualmente se especificaron los proveedores de materias primas tan importantes como la madera y el carbón, llamados dendróforos (Cod. Th. 16, 10, 20, 2); y los de metales, en el caso de los llamados metalarios (Cod. Just. 11, 6, 7). En el primer caso fue relevante la naturaleza religiosa de su asociación –realizaban importantes festivales pastoriles– y, en el segundo, la condición casi servil de sus integrantes. Para actividades tan exigentes, solí­an destinarse los grupos sociales más desfavorecidos: prisioneros, pueblos vencidos, entre otros. Autores como el jurista Juan de Solórzano y Pereira (1575-1655) equipararon dichas clases a los pueblos indí­genas americanos.

Finalmente, combinando la baja extracción y el fervor religioso, encontramos a los parabolanos (Cod. Th. 16, 2, 42-43 y Cod. Just. 1, 3, 17-18), célebres asistentes de san Cipriano de Cartago (circa 200-258) durante la peste minuciosamente descrita por el religioso (circa 249). Los parabolanos, aparentemente invulnerables, sirvieron de camilleros, enfermeros y enterradores de las numerosas ví­ctimas de la enfermedad. Verdaderos guardias de los obispos, el derecho reguló su número y obediencia. Se les atribuyó el estatus de clérigos.

La larga lista de situaciones jurí­dicas especiales continúa. La rivalidad entre patricios y plebeyos, basada en la virtud de los ciudadanos romanos, y que fue tan importante para el perfeccionamiento de la república, se multiplicó por otras causas posteriormente, evidenciando alarmantes niveles de una complejidad social que ni la mejor legislación del mundo, de todos los tiempos, pudo resolver. A veces el viento sopla a favor de derroteros de universalismo y simplificación, a veces, de particularismo y la inevitable disgregación.

*Emilio Spósito Contreras es profesor de la Universidad Montéavila

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