Estar en la universidad

Felipe González Roa*

Hace solo un par de dí­as se reanudaron las clases en la Universidad Monteávila. Concretamente iniciaron su actividad académica los alumnos que cursan bajo el régimen semestral, quienes, después de un breve perí­odo de descanso y de plazos necesarios para formalizar inscripciones, regresaron a las aulas para proseguir con su formación.

Entre el bullicio natural que existe (y debe existir, además) entre personas jóvenes, y más allá de las inquietudes y expectativas que todos pueden tener ante un nuevo inicio, es imposible no pensar si la mayorí­a de estos jóvenes tiene claro por qué está en la Universidad Monteávila, por qué desea contar con estudios universitarios.

Primero que nada, hay que tener claro que no deberí­a ser absolutamente obligatorio que todos ingresen a una universidad. No es necesario obtener un tí­tulo universitario para alcanzar una vida cómoda y que satisfaga los requerimientos individuales y grupales, ni para aportar decididamente al crecimiento de un paí­s, mucho menos para “ser feliz”.

Una sociedad necesita graduados universitarios, pero también requiere de expertos técnicos que tengan la capacidad de aportar propuestas prácticas para la resolución de los desafí­os que se presentan diariamente.

La universidad, como institución, tiene como principal propósito la generación de conocimiento, innovación que pueda no solo marcar los grandes objetivos que debe pretender alcanzar el paí­s, sino también trazar el mejor camino para alcanzarlos.

El universitario debe tener, en consecuencia, ansia irrefrenable por saber, por aprender. El profesor, que ya ha llegado a un nivel de conocimiento (aunque nunca suficiente y siempre en constante expansión) debe desear compartir sus ideas con los estudiantes, quienes, por su parte, deben querer absorber ese caudal de pensamiento crí­tico e independiente.

No es, por lo tanto, entendible que haya universitarios que puedan aburrirse en una universidad. No se puede comprender que haya universitarios que rehúyan el saber, que cuestionen a los profesores que exijan cumplir con asignaciones o que indican una gran variedad de lecturas que se deben realizar.

Mucho menos se puede comprender que haya universitarios que se opongan al debate de ideas, que no sepan (o no quieran) escuchar los argumentos del otro, o que se empeñen en creerse en la cúspide de la pirámide.

No hay justificación para un universitario que se duerma en el pupitre, que no mantenga la atención en la clase y no inquiera al profesor con constantes y enriquecedoras preguntas, que ahonden sobre los temas. Imposible explicar a aquel que prefiera abandonar el aula para quedarse suspendido en la nada que significa arrimarse en la silla de un jardí­n o de un cafetí­n y simplemente ver las horas pasar.

El que estuvo en una universidad y nunca se preocupó por aprender, nunca se interesó realmente por saber y conocer, tal vez después de cinco o cuatro años recibirá un papel que lo acredita como un supuesto conocedor de algo…

… Pero realmente no pasará de ser solamente eso: un papel que significa absolutamente nada.

Porque, en honor a la verdad, ese nunca estuvo en la universidad.

Deseable es que aquellos que recién inician su camino en una universidad tengan esto suficientemente claro, ya que, en caso contrario, solo estarán desperdiciando sus mejores años.

Y si se prefiere no estar, pues, es preferible dejar de serlo.

*Felipe González Roa es director de la Escuela de Comunicación Social de la Universidad Monteávila

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