Paz

Alicia ílamo Bartolomé.-

Cuando entramos a un nuevo año, la gente se desea cosas buenas, tanto en forma oral como escrita y hay un estribillo que no falla: … y sobre todo, que tengas mucha salud, que es lo más importante. ¿Cuál salud? Me pregunto yo, sin razón, porque siempre se refieren a la fí­sica, es decir, estar en forma: buen peso, tensión arterial y apetito controlados, vista clara, oí­do agudo, ningún dolor, nada de gripe, ni enfermedad alguna, en fin, estar normalitos y felices.

Nunca sale de mis labios, ni de mi pluma, ni de mi tecleo, ese lugar común, porque no creo, en absoluto, que la salud fí­sica sea lo más importante. Tiene su rol, por supuesto y a nadie le deseo lo contrario, pero no tan categórico. La salud primordial es la del alma, si tienes esta salud, repercutirá notablemente en el cuerpo. Lo sabemos, pero no lo ponemos en práctica. Los médicos hablan de enfermedades o manifestaciones psicosomáticas, no es otra cosa sino que en el ser humano una angustia psí­quica se convierte en malestar fí­sico, muy real, por cierto.

Conocí­ a un gastroenterólogo que se dio cuenta de esto y resolvió hacerse psiquiatra. Los males gástricos son casi siempre respuesta a un problema del alma, ya sea un su parte más superficial donde anida la sensibilidad, la parte psí­quica, o en la más profunda donde residen los problemas morales y espirituales. En cualquiera de los casos, el cuerpo humano reacciona con gastritis, colitis, alergias u otros sí­ntomas. Una prueba de que alma y cuerpo constituyen la unidad de la persona humana.

Si un año comienza, viene a engrosar los miles que en el mundo han sido y lo vislumbramos como una promesa de bienes por venir, no está mal para la esperanza que debemos mantener y nutrir, sobre todo en las horas difí­ciles que atraviesa la humanidad actual. Hay que levantar el ánimo, pero no sólo de nuestro entorno, sea medio familiar, social, laboral, nacional o global. Hay que empezar por el principio, por lo menor para llegar luego a lo mayor. Y eso menor somos tú y yo, seres singulares y pequeños. Es en cada uno de nosotros que debe germinar la paz. Extraemos de la homilí­a del 9 de enero de 2020, en la Casa de Santa Marta, estas palabras del Papa Francisco: La “paz del pueblo” o de una nación “se siembra en el corazón” y “si no tenemos paz en el corazón, ¿cómo pensamos que habrá paz en el mundo?”

Los corazones actuales más bien mantienen una guerra interior, descontentos con su vida, su trabajo, su posición social, el régimen polí­tico, sus sueños y ambiciones frustrados. En verdad es un descontento consigo mismo porque son incapaces de enfrentar la vida escogiendo una de las dos única posibilidades de ser felices: aceptar la realidad y adaptarse a ella con alegrí­a, o rechazarla y luchar por cambiarla.

Desgraciadamente la mayorí­a prefiere el camino de la abulia para no actuar y del lamento inútil para demostrar su descontento. Pocos piensa en la acción eficaz para salir de su marasmo. Está al alcance de la mano. El cielo mismo nos la ha dado. Al menos a los cristianos.

Cristo fundó su Iglesia, santa, católica, apostólica y eterna, nos la puso en las manos para mantenerla, acrecentarla, santificarla y santificarnos. Nos la dio como un padre da su hijo un objeto útil, con los instrumentos necesarios para hacerse y relizarse como persona. Parecerí­a que ningún hijo rechazarí­a tan valioso regalo. Nosotros sí­. Somos tan insensatos que ignoramos la fuente de la gracia santificante que nos comunica con Dios, que nos diviniza y nos hace invencibles ante el mal: los sacramentos.

¡Qué falta te hace, hijo de la Iglesia, una buena confesión para que te recuperes a ti mimo! Una buena barrida de la basura, que has acumulado en tu alma, para hacerla casa limpia, pura, brillante y recibir en hospedaje a la Santí­sima Trinidad, cuando abra la puerta el Verbo a través de tu boca en la Eucaristí­a.

¡Qué bobo eres, hermano mí­o, cuando te detienes en tus prejuicios y cierras tus umbrales! Así­ nunca tendrás esa paz que es el cielo en la tierra, la única capaz de saciar nuestros anhelos de luz.

Gloria y Paz
  Las dos hijas del rey que eran rivales
quisieron, por salir de su quebranto,
  probar la fuerza de su mutuo encanto
en el cubil de los leones reales.
Gloria llegó. Trompetas y timbales
repitieron su nombre sacrosanto
y los leones del rey rugieron tanto
que a lo lejos temblaron los sauzales.
Sonrióse la gente cortesana
al presentarse la princesa hermana.
Mas el asombro entró en los corazones,
cuando, afrontando la ironí­a aviesa,
atravesó la pálida princesa….
ante un vasto silencio de leones.
Soneto de Leopoldo Lugones

*Alicia ílamo de Bartolomé es Decana fundadora de la Universidad Monteávila

 

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