En tono menor | Lo que no puede Dios

Alicia ílamo Bartolomé.-

Las tragedias naturales no son castigo de Dios. Foto: Ví­a ExpokNews

Tal vez voy a decir una herejí­a, pero ahí­ va. Dios, en su omnipotencia, tiene una incapacidad: la incapacidad de odiar. Él sólo sabe amar, ¡es el amor…! Y cuando digo que no puede odiar, implí­citamente digo que no es capaz de venganzas, ni de retaliaciones, ni de calumnias, ni de nada que niegue la caridad.

Argumentos para contradecir lo que acabo de afirmar: en el Antiguo Testamento Dios mandaba a la guerra, a arrasar ciudades, pueblos y castigaba a los israelitas si no le hací­an caso y perdonaban vidas. ¿Y qué me dicen del diluvio…? Sí­, pero en esos tiempos primitivos, el hombre imaginaba y juzgaba a Dios con sus propios patrones, le atribuí­a pasiones humanas; es decir, a la inversa de la verdad doctrinal que poco conocí­a: lo creaba a imagen y semejanza de sí­ mismo.

Y hoy, que si los cataclismos, terremotos, inundaciones, sequí­as,  incendios, aludes, tsunamis, huracanes, tornados, enfermedades, epidemias… Todo eso es verdad y todo eso es mentira que lo mande Dios en castigo por nuestros pecados, como gustaban decir los predicadores de antaño. No, Dios no castiga, Dios ama. Y dice San Pablo a los Romanos: para los que aman a Dios, todas las cosas son para bien.

¿Qué pasa, entonces? ¿Por qué tanto dolor? Porque el hombre se auto castiga. Con el pecado original rompió la armoní­a del planeta que era el paraí­so terrenal. No sé si rompió también la del universo, porque apenas si sabemos lo que significamos en éste: un punto mí­nimo en una galaxia. Si hay vida semejante o muy diferente a la nuestra en algún otro lugar del espacio infinito, lo ignoramos. Sólo me parece que esa falla inicial desquició nuestro mundo, la sinfoní­a entre el hombre y naturaleza se desafinó, porque éste comenzó a explotarla, preso ya de la ambición de posesión, de poder, de dominio.

De ahí­ vino la erosión, la tala de bosques, las tragedias del agua, los deshielos y derrumbes catastróficos, la esclavitud, el sometimiento de unos hombres a otros, la injusticia, la desigualdad entre los hijos de un mismo Padre.

El pecado destruyó y destruye el equilibrio de la tierra, porque el deterioro moral del hombre, al no respetar las leyes de la convivencia, no sólo de la humanidad, sino de las otras especies del reino animal como del vegetal y el mineral, destruye también la ecologí­a. Pero para San Agustí­n, Dios, sabio, bueno y poderoso, no quiere el mal sino el bien y por eso de los males saca bienes.

Nos asomamos a una era incierta. El tercer milenio no ha empezado con pie derecho El mundo está agitado por problemas polí­ticos, económicos, sociales; hay hambre, persecución y emigración por todas partes. Para Venezuela, estos primeros 17 años del siglo XXI, han constituido la etapa más dolorosa y oscura de su historia. Nos hundimos. Y;  sin embargo, no podemos dejarnos arrastrar por esta corriente del mal. Éste se ahoga en la abundancia del bien.

Pero el bien no es una conquista masiva, es individual, luego se convierte  en colectivo. Cada uno de nosotros, ¡cada uno!, debe empeñarse en ser mejor persona en su mundo familiar, laboral y social. Mejor padre, mejor hijo, mejor trabajador, mejor vecino, mejor ciudadano.

Con espí­ritu religioso algunos, de respuesta a Dios, tendiendo a la perfección, como Él es perfecto; otros, con sentido de pertenencia a la humanidad y responsabilidad ante la especie. Todos, sembradores de amor, paz, espí­ritu de sacrificio por los demás y convivencia. No hagamos de este mundo un lugar de tinieblas y desesperación.

¿Qué es el infierno? El lugar donde no se ama. ¿Qué es el cielo? La plenitud del amor.

* Alicia ílamo Bartolomé es decana fundadora de la Facultad de Ciencias de la Comunicación e Información de la Universidad Monteávila.

 

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Pluma