Palabras del rector | “Venezuela necesita de nuestro trabajo esforzado”

Francisco Febres-Cordero Carrillo.-

Los egresados pasan a “ser la Monteávila”. Foto: Estefaní­a Capiello

Hay un bonito pasaje en el libro del Qohélet que creo que viene como anillo al dedo en estos dí­as que ustedes están viviendo como graduandos de la Universidad Monteávila y como ciudadanos venezolanos. Se los leo:

“Todo tiene su momento y hay un tiempo para cada cosa bajo el cielo: tiempo de nacer y tiempo de morir; tiempo de plantar y tiempo de arrancar lo plantado, tiempo de matar y tiempo de curar, tiempo de derruir y tiempo de construir, tiempo de llorar y tiempo de reí­r, tiempo de llevar luto y tiempo de bailar, tiempo de tirar piedras y tiempo de recoger piedras, tiempo de abrazar y tiempo de dejarse de abrazos, tiempo de buscar y tiempo de perderse, tiempo de guardar y tiempo de desechar, tiempo de rasgar y tiempo de coser, tiempo de callar y tiempo de hablar, tiempo de amar y tiempo de odiar, tiempo de guerra y tiempo de paz” (Qohelet 3, 1-8).

Ustedes están viviendo el tiempo de su graduación. Tiempos difí­ciles, tanto por lo que materialmente ha supuesto llegar a este dí­a como por las caracterí­sticas propias que definen el entorno cultural, social, polí­tico, económico y religioso en Venezuela y en el mundo de Occidente. Caracterí­sticas que han llevado a que no se consolide la paz y las condiciones que permiten la instauración del bien común.

Es bien conocida la categorí­a teórica de definir nuestra sociedad a través de lo que Zygmunt Bauman llamó Modernidad Lí­quida, es decir, una categorí­a sociológica que define a la sociedad “como una figura de cambio constante y transitoriedad, atada a factores educativos, culturales y económicos. La metáfora de la liquidez (que) intenta demostrar la inconsistencia de las relaciones humanas en diferentes ámbitos, como en lo afectivo y en lo laboral. (…) La sociedad lí­quida está en (un) cambio constante, lo que genera una angustia existencial, donde parece no haber sentido cuando se trata de construir nuevas cosas, ya que el tiempo y la propia modernidad impulsarán su desintegración. Así­ (según Bauman) nos encontramos como raza humana navegando los mares de la incertidumbre”.

Por su parte, Alberto Royo se atreve a ir más allá de la metáfora de Bauman y llega a categorizar a la cultura ya no como lí­quida sino con gaseosa, en el sentido de que

“La misma cultura ha dejado de ser un conjunto consolidado de saberes para pasar a rendirse a la fugacidad y, finalmente, a la vaporosidad (caracterizada por) la inmediatez, la búsqueda de la rentabilidad, la falta de exigencia y autoexigencia, el desprecio de la tradición, la obsesión innovadora, el consumismo, la educación placebo, el arrinconamiento de las humanidades y de la filosofí­a, la autoayuda, la mediocridad asumida y la ignorancia satisfecha (que) hacen tambalearse aquello que pensábamos que era más consistente.

En resumen: sociedades lí­quidas o gaseosas marcadas por la incertidumbre y la inconsistencia. No serí­a ajeno a la realidad afirmar que, entre otras, estas dos particularidades del mundo moderno –es decir, la incertidumbre y la inconsistencia– están presentes en la compleja definición que trata de explicar la situación que como nación estamos viviendo. En Venezuela vivimos en un constante estado de incertidumbre y como arropados por la inconsistencia de las ideologí­as negadoras de la dignidad humana, su libertad y su destino trascendente.

Desde hace casi 20 años vivimos un proceso socio-polí­tico que busca socavar los más elementales principios de convivencia democrática. Y actualmente enfrentamos la amenaza de la instauración de una Asamblea Nacional Constituyente que pretende transformar la institucionalidad y la forma del Estado venezolano en una suerte de gran comuna en donde los personeros del poder buscan destruir los principios de la soberaní­a popular consagrados en nuestra carta magna. Ha sido y es la sociedad civil la que desde su esencia democrática ha luchado y lucha por no permitir que la barbarie se siembre en Venezuela. Como universitarios que somos debemos convertir nuestro quehacer profesional en un espacio para la construcción democrática del paí­s, donde el respeto de los derechos individuales y la búsqueda del bien común sean el norte de todos los venezolanos. Creo que como universitarios graduados debemos continuar con la ardua tarea de estudiar, de reflexionar, de leer, discutir e intercambiar ideas, para así­ poder participar de manera comprometida en la defensa de los fundamentos basales que sostienen nuestra patria.

El magnánimo se compromete en cosas grandes. Foto: Estefaní­a Capiello

Como sociedad civil tenemos la tarea de trabajar y de luchar por la inclusión polí­tica de todos los sectores de la sociedad y lograr el desarrollo integral del estado venezolano. Los principios y los valores de la democracia no se refieren solamente a la regulación normativa de unas formas de participación polí­tica, del ejercicio del sufragio, del aseguramiento de la división de poderes, o del reconocimiento de unos derechos individuales y sociales. La democracia es esto y mucho más, ya que sus contenidos deberán alcanzar y transformar a todas las dimensiones de la sociedad donde se despliega su materialización fáctica. Es decir, como ciudadanos debemos lograr que los principios democráticos impregnen los criterios de juicio, los valores determinantes, los puntos de interés, las lí­neas de pensamiento, las fuentes inspiradores de los movimientos sociales y los modelos de vida de cada uno de los grupos sociales, culturales, religiosos, laborales, económicos, polí­ticos, gremiales, académicos, deportivos, familiares, etc.

Creo que cada vez más nos hacemos conscientes de que nuestras contrariedades como paí­s no son solamente económicas o polí­ticas, sino intelectuales, morales y espirituales. Como bien ha escrito Leon Kass, “nuestras almas todaví­a ansí­an el drama de lo que Tolstoy llamó vida real: (es decir, el ansia de tener) un trabajo inmediatamente poseedor de un sentido, un amor genuino, lazos auténticos con los lugares y las personas, armoní­a con la naturaleza y apertura hacia la divinidad.»

Y es esto lo que precisamente quiero transmitirles en el dí­a en que estampan su firma en el libro de actas. Independientemente de la mayor o menos edad que puedan tener, con el tí­tulo de profesionales que hoy adquieren se les impone el reto y el oficio de transformar su entorno personal y social. Si este reto transformador no lo asumen por elevación, puede que con el tiempo toque a sus puertas la incertidumbre y la inconsistencia, y con ellas la desesperanza, el cansancio y el sinsentido. Para evitarlo tienen que asumir su trabajo con la constante lucha de adquirir tres cosas que toda persona necesita. Esto es la conciencia de ser querido, una actividad con sentido, y un futuro en el que depositar sus esperanzas.

Para vivir dedicados a un trabajo con sentido, al cultivo de los amores limpios y honestos, a la amistad, al desarrollo integral de los espacios donde se vive y trabaja, al cuidado de los bienes creados, junto a la búsqueda constante de un Dios que nos llama a su encuentro, se necesita ser magnánimos. Vivir con magnanimidad, que es una virtud aneja a la fortaleza. Los invito a que luchen –a que luchemos- por ser magnánimos, porque eso les dará un sentido pleno a su existencia y sus vidas profesionales adquirirán una orientación de verdadera transformación.

El magnánimo es aquel que tiene la grandeza de ánimo para asumir con prontitud la toma de las decisiones necesarias para emprender obras virtuosas, excelentes y difí­ciles, dignas de honor. Decí­a San Josemarí­a que la magnanimidad es “ánimo grande, alma amplia en la que caben muchos. Es la fuerza que nos dispone a salir de nosotros mismos, para prepararnos a emprender obras valiosas, en beneficio de todos. No anida la estrechez en el magnánimo; no media la cicaterí­a, ni el cálculo egoí­sta, ni la trapisonda interesada. El magnánimo dedica sin reservas sus fuerzas a lo que vale la pena; por eso es capaz de entregarse él mismo. No se conforma con dar: ‘se da’. Y logra entender entonces la mayor muestra de magnanimidad: darse a Dios. Es propio de la magnanimidad (…) mantener la igualdad de ánimo en el éxito y en el infortunio; ayudar a los demás y no abusar de la ayuda de los otros; comportarse con dignidad delante de los poderosos, sin caer en la adulación, y saber ser modesto con las personas modestas; (…) no dejarse dominar por la ambición personal (…) El magnánimo se compromete en cosas grandes buscando sobre todas las cosas la gloria de Dios, consciente de los dones recibidos y poniendo la propia confianza en la ayuda del Señor.”

Tengo que terminar. Tenemos que seguir con el acto. Pero no quiero concluir sin pedirles que sean magnánimos con Venezuela. Está demás decir que pasamos por la más grave crisis de nuestra historia. Quizá estamos a punto de tomar nuevos rumbos hacia la reconstrucción institucional de nuestra patria. Venezuela necesita y necesitará de nuestro trabajo esforzado, inteligente, desinteresado y magnánimo.

Quiero ahora pasar del plural al singular, para dirigirme personalmente a cada uno. Con este acto dejas de “estar” en la universidad y pasas a “ser la Monteávila”. Es una gran responsabilidad que recibes, ya que toda tu actuación personal y profesional llevará la impronta que obtuviste de tus profesores, en las aulas, en los pasillos y en los jardines de este pequeño recinto. Durante los años de tu carrera has aprendido mucho. Te exhorto a que no dilapides el tesoro que te ha dado la Monteávila. Y así­ también te pido que creas en lo que has aprendido, que enseñes lo que crees, y que practiques lo que enseñas.

* Francisco Febres-Cordero Carrillo es rector de la Universidad Monteávila.

* Estefaní­a Capiello es estudiante de Comunicación Social de la Universidad Monteávila.

Discurso del rector de la UMA, Francisco Febres-Cordero Carrillo, durante firma de actas de grado de pregrado. Julio 2017.

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