Alicia ílamo Bartolomé
Era una empleada doméstica de una familia vecina en la urbanización Chuao. Nos encontrábamos en la misa matutina en la parroquia de San Luis Gonzaga. Bastante mayor, su patrona la trataba con mucho cariño, como de la familia y le mantenía su sueldo aunque no creo que ya pudiera ser algo más que una buena compañía.
Era muy generosa: un día le mostré el folleto donde se difundía la devoción para la beatificación de Josemaría Escrivá y quiso contribuir con un bolívar mensual, claro, cuando el bolívar tenía un valor. A la salida de la misa, la montaba en mi automóvil y la dejaba en la puerta de su edificio. Me decía invariablemente al despedirse: Que Dios se lo pague y le aumente la caridad.
La gente agradece, sí, con el Dios se lo pague. Mi hermano Leopoldo así le decía a una de sus cuidadoras cuando le cortaba las uñas y agregaba:…,  porque yo no tengo con qué. Pero muchos suelen añadir, a ese Dios se lo pague, algunos lugares comunes, tales como: que le dé mucha salud, o dinero, o amor o las tres cosas. San Josemaría solía comentar, cuando oía lo de la salud, que eran unos deseos muy cortos. Algunos suelen completar la cortedad rematando con un que es lo más importante.
¡Lo más importante! Si se refirieran a la salud espiritual, tendrían razón, pero no, su preocupación es la corporal, la del animal sano. Somos animales, claro, pero no sólo eso, tenemos un alma inmortal y su bienestar es lo más definitivo para ser feliz y saludable. La falta de paz espiritual incluso afecta nuestra parte física, se tienen síntomas de enfermedades gástricas, cardíacas, musculares, cuando lo que verdaderamente está patinando es la azotea. Psiquiatras y gastroenterólogos saben mucho de esto y comparten honores en el tratamiento de estas patologías.
Y aunque repartiera todos mis bienes, y entregara mi cuerpo para dejarme quemar, si no tengo caridad, de nada aprovecharía.
¡Y que le aumente la caridad! Ese sí que es un deseo integral, diría que exhaustivo. Bien lo dice San Pablo: Aunque hablara las lenguas de los hombres y de los ángeles, si no tengo caridad, sería como el bronce que resuena o un golpetear de platillos.
Y aunque tuviera el don de profecía y conociera todos los misterios y toda la ciencia, y aunque tuviera tanta fe como para trasladar montañas, si no tengo caridad, no sería nada.
Y aunque repartiera todos mis bienes, y entregara mi cuerpo para dejarme quemar, si no tengo caridad, de nada aprovecharía.
La caridad es paciente, la caridad es amable; no es envidiosa, no obra con soberbia, no se jacta, no es ambiciosa, no busca lo suyo, no se irrita, no toma en cuenta el mal, no se alegra por la injusticia, se complace en la verdad; todo lo aguanta, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta.
La caridad nunca se acaba… ( 1Corintio 13, 1-8)
Y sigue San Pablo hasta el versículo 13 con su grandioso himno a la caridad, pero no quiero alargarme y que los lectores busquen el resto. Sólo quiero resaltar que la caridad no es cuestión de limosnitas, como la gente suele pensar; ni aun de dar generosamente dinero o cosas, aunque esto contribuye a una forma buena de caridad, pero la de más pobre contenido. La caridad es algo mucho más profundo, amplio, robusto, torrentoso: es comprensión, solidaridad, fraternidad, tolerancia, amistad, preocupación por el otro, por su bienestar económico, educacional, laboral, recreacional, cultural, moral, espiritual. Dios es amor, la caridad es devolverle ese amor  y proyectarlo en nuestros hermanos en él. Un amor totalitario, como la bendición papal, urbi et orbi.
En estos días de pandemia, encierro, de nervios alterados, desaliento y pesadumbre, cómo nos toca vivir esa caridad grande y expansiva que nos define San Pablo. Es la hora de comprender, amar y perdonar.
Alicia ílamo Bartolomé es decana fundadora de la Universidad Monteávila