L. Di Cocco/S. Romero.-
Cinco locales con vistosas exhibiciones de flores, algunos vendedores que te abordan inmediatamente al pasar frente a ellos y muy pocos clientes (por momentos incluso ninguno). Así se ve un sábado por la mañana, el Mercado de las Flores de San José, en Cotiza, patrimonio cultural de Caracas desde el 20 de enero de 1997.
10 años más tarde, el Instituto de Patrimonio Cultural también incluyó la esquina de San Luis como bien de interés cultural.
En la zona, aún se pude ver la vieja Ceiba, aunque pasa desapercibida entre rejas oxidadas y algunos carteles que hay en su base con motivos religiosos e informativos.
“Yo tengo desde los 14 años trabajando aquí. Vengo todos los días, de lunes a lunes, soy el único que viene todos los días, por eso me dejó mi mujer”, dice entre risas Jonasi Pereira, quien este año cumple 48 años.
Mientras juega con una ramita de flores amarillas, el vendedor cuenta orgulloso que sus hijos siguen sus pasos. Jonas y Héctor, de 23 y 26 años, respectivamente, atienden en el puesto de al lado y lo hacen “desde chamitos”.
El Mercado de Las Flores de San Luis se construye en el año 1963, para ser el espacio designado de comercio de los galipaneros que traían frutas y flores a la ciudad desde principios del siglo XX.
En la Floristería Verolino, lugar de trabajo de Jonasi, resaltan los arreglos de girasoles, rosas de todos los colores, lirios y claveles que adornan la fachada del recinto. La vivacidad de los arreglos contrasta con la atmosfera antigua de un viejo mercado de pasillos grises y oscuros.
Adentro hay hileras de neveras donde reposan las flores luego de viajar grandes distancias, pues como comentan sus vendedores, la mayoría vienen de Mérida, Los Teques y Colombia, se despachan los días martes y jueves. Son expuestas al público durante el día y se mantienen en estas frías cajas de cristal durante la noche.
“Las flores ya no vienen de Galipán, muchas vienen de La Laguna, en San Cristóbal. Los chamos en Galipán lo que se quieren es dedicar al turismo, ya no están tan pendientes de cultivar, y desde que se cambiaron los burros por carros, las flores se traen de otro lugar”, afirma Jonasi, mientras da los toques finales a un arreglo de lirios.
A principios del siglo pasado, la esquina de San Luis recibía todas las mañanas a las recuas de burros, cargados con flores procedentes de la montaña, el Ávila, conocida actualmente como Waraira Repano.
Sin embargo, Jonasi afirma que aún llegan girasoles, eucalipto y pino desde Galipán.
En este puesto, un girasol “arreglado” cuesta $2, mientras que un arreglo que incluya rosas y otras flores, cuesta a partir de $10.
Un aspecto muy llamativo del mercado es que, a pesar de su aspecto envejecido, algunos de los puestos tienen carteles pintorescos en los que se muestran logos modernos con nombres contemporáneos, incluso con anglicismos en ellos.
“Cuestan $5 los arreglos pequeños, $15 y $30 los más grandes”, informa Francisca, propietaria de Vallita Flowers, local que atiende hace 10 años en el que exhibe tres modelos de arreglos en su fachada. Adentro del local, un espacio pequeño y repleto de flores y utensilios de floristería, un joven trabaja en la limpieza de los girasoles.
Cristina explica que su principal fuente de ventas son las redes sociales, la mayoría de los arreglos son pedidos por Instagram y enviados por delivery al lugar. El local en el mercado funciona como depósito y “centro de operaciones”, para el negocio real, y su principal fuente de ingreso: las ventas online.
En la floristería La Rosa de Guadalupe, llaman la atención la variedad de flores intervenidas artificialmente para darle colores distintos a los naturales, brillos y efectos estampados.
Eduardo Gonzales, joven vendedor del local, explica con entusiasmo la técnica que utilizan para pintar las calas, dice que la pintura que utilizan no daña la flor y que a las personas les gusta que se vean diferentes. Él considera que intervenir las flores aumenta las ganas de comprar.
La Rosa de Guadalupe también basa su sistema de ventas en las redes sociales. Realizan arreglos para eventos principalmente, en su cuenta de Instagram muestran las fotografías de sus trabajos y es por este medio que los clientes realizan sus pedidos.
Al cruzar el umbral y adentrarse en el mercado, la cosa cambia, los angostos pasillos grises ya no tienen grandes arreglos florales que los adornen.
“Si hay sábila, plantas medicinales, velas y esencias”, reza un cartel del local 16.
Lo que se encuentran son puestos más peculiares, en los que se exponen diversas yerbas secas con fines medicinales o incluso mágicos. Algunos frascos grandes con animales que reposaban en bebidas espirituosas y botellas con «porciones» de diversos colores en las que se leía «amor», “protección”, “dinero”.
Al final del pequeño pasillo, en el espacio más recóndito del mercado, un hombre vestido de blanco ofrece su ayuda.
«Buenos días, vengan por acá que, si las podemos ayudar», exclama sonriente. Está sentado en un escritorio de madera, a su alrededor hay figuras de santos vestidos de colores y un altar, también hay personas que lo acompañan. El pequeño espacio da la apariencia de oficina, un lugar al que irías por un trámite cualquiera.
En este espacio los curiosos no son bien recibidos. Luego de la amabilidad viene la sospecha, cuando por segunda vez te preguntan: “¿Podemos ayudarte en algo?”
No toma mucho recorrer todo el mercado, pues está casi vacío, solo te topas con quienes atienden los puestos, quienes no quedan indiferentes ante la presencia de los visitantes o “potenciales clientes”.
“Se trabajaba de sol a sol, todo el día había arreglos que sacar”, Jonasi recuerda la época en la que el mercado era un lugar para visitar, el empleado señala que su jefe murió hace unos meses y su hija heredó el negocio.
Entre esponjas, ramas y flores dos trabajadores arman adornos con una técnica impecable, doblan hojas de un verde vibrante, cortan y clavan tallos creando arreglos que pronto serán despachados y exhibidos en los centros de mesa de alguna boda o evento de Caracas, manteniendo presente el rincón de San Luis.
*Laura Di Cocco y Stephanie Romero son estudiantes de la Universidad Monteávila