Cuento – Wuinder, un niño de 12 años que no sobrevivió

Brisyeili Lopez.-
Coche
Barrios como Coche registran altos niveles de inseguridad. Foto referencia: Cortesí­a Cecodap

Wuinder, de 12 de años, vive en un barrio de Caracas, que no, no es Petare ni el 23 de Enero. Él crece en Coche, más exactamente en la 18. Para él es normal la vida en el barrio. Es la única que conoce. A él se le hace normal escuchar disparos y no asustarse, solo piensa quienes se estarán enfrentando.

Pasa horas jugando con sus vecinos, corriendo por todos los callejones. A él no le importa llegar tarde a casa, si lo más probable es que su mamá esté donde la vecina. Ya que ella se gana la vida lavando y planchado para otros, y a falta de una lavadora utiliza la de su vecina.

Una mañana, Wuinder se despierta temprano para ir a colegio, y hace lo que hace todo el mundo en la 18: se baña con un tobo y perolita, se viste y casi no desayuna. Sale de su casa y al bajar esas escaleras que parecen infinitas ve muchí­simos perros callejeros, mucha basura y también a una madre que alienta su hija mientras ésta le pega a otra niña. Wuinder ve esto y se rí­e. Si, para él eso es obviamente gracioso, porque él quisiera hacer lo mismo con otros niños.

Camina hasta el colegio y estando ahí­ no hace nada que no sea burlarse de los maestros. Wuinder, no presta atención y siempre es muy grosero. No le interesa aprender. Él cree que ya conoce el mundo y que se las sabe todas. Cuando sale del colegio, decide no ir a su casa. Se queda recorriendo el barrio con sus amiguitos, buscando piedras para lanzarlas a los techos de las casas.

Cuando llega a su casa ve a cinco gariteros que hacen guardia en las escaleras. Todos están armados con Berettas 9mm y “wokitokis”. Para Wuinder eso es poder, él quisiera ser uno de ellos, ser invitado a sus fiestas privadas, tener su propia moto y que cuando la gente lo vea en la calle cruce para la otra acera.

Wuinder es sólo un ejemplo de muchos niños que no tienen la oportunidad de conocer lo que hay fuera del barrio, a quien los adultos no ponen lí­mites y se comportan como niños, donde se enseña que si eres más malo y vivo que otros lograrás que te vaya bien, donde la violencia y los abusos están normalizados.

Wuinder está decidido. Él ya sabe lo que quiere para su vida, y sin importarle lo mucho que pueda sufrir su madre, el daño que tenga que hacer y los momentos vulnerables donde se cuestione si realmente puede con el cargo de conciencia, él ya está a 10 minutos de tomar su camino.

Sin pensarlo más, se va con el lí­der de los gariteros y le dice que quiere formar parte de ellos. Pide que lo pongan a prueba, y jura que él hará lo necesario para pertenecer. Lo primero que le toca hacer, se le hace fácil, es robar, a él no le cuesta nada, ese mismo dí­a le asignan una guardia nocturna. Pasa toda la noche vigilando distintas zonas, acompañado por otros chamos, pero ninguno es tan pequeño como él, y así­ Wuinder pasa semanas, vigilando y robando.

Su madre, por otra parte, presiente que algo no está bien. Sabe que la rebeldí­a de su hijo no es una buena señal, no hay castigo que se le imponga y el acate. Y, ya no va al colegio, y esos niños grandes que van a buscarlo hasta la puerta de  su casa a su madre no le parecen buena compañí­a. Pero ella esta aterrorizada. Nada sirve. Si la última vez que lo regañó, hizo que no volviera a casa en dí­as. Marta se morí­a de la angustia.

Una mañana Wuinder se despierta como cualquier otra. No sabe que ése es el dí­a que cambiará completamente su vida. Habiendo ganado la confianza de todos los gariteros él ya está listo para subir al siguiente nivel. Ahora sí­, le toca dar su gran prueba. Los malandros le ordenaron asesinar a una persona. Así­ él sera más que un simple garitero.

A Wuinder esto le causó un pequeño conflicto en su cabeza, fue la primera vez que se cuestionó, la primera vez que sintió culpa, la primera vez que pensó si su madre se sentirí­a orgullosa por eso, la primera vez que pensó como lo verí­a el resto sabiendo que él era el responsable de acabar con una vida. Sin importar todo lo que sintió, en cuestión de minutos, sabe que ya no hay retroceso, le toca si o sí­.

Ya llegó muy lejos, tiene que hacerse cargo de sus decisiones, todas esas noches de vigilancia y los robos no habí­an sido en vano, él se siente responsable y tiene que darle sentido a eso, además es consciente del riesgo que corren él y su madre si decide desoberdecer esa orden.

A plena luz del dí­a, Wuinder tiene que asesinar a alguien. Es un padre de familia, una persona que todo el barrio quiere. Joaquí­n tiene una pequeña panaderí­a, él tení­a ya muchos años viviendo en la 18. Los vecinos lo describen como un hombre bueno, trabajador, colaborador, muy amable, divertido y necesario. Fue esa persona que cuando el paí­s sufrió una escasez que golpeó a todos, le dio a las personas del barrio una salida: fiaba sus panes y aceptaba que los pagaran en cuotas, lo hací­a para que nadie en la 18 se quedara sin cenar.

Para los encargados de perturbar la tranquilidad y la inocencia del barrio, Joaquí­n es un estorbo, ya que él se niega a pagar cuotas a delincuentes para que lo dejen trabajar en su propio negocio. Aquí­ es donde Wuinder debe actuar, pero, por primera vez, no le es fácil. Se conocen. Él medita mucho cómo hará para matarlo, no era fácil, debí­a ser al mediodí­a, y siempre hay mucha gente.

Wuinder sale de su casa con una Beretta 9mm escondida en su bolso, al salir su madre le dice que no tarde, que su actitud la tiene cansada, que hiciera lo que le diera la gana, que por más que la haga sufrir, ella no puede parar de preocuparse y rezar para que razone, él solo la ve, le pide la bendición, le regala una sonrisa y acaricia tiernamente su mejilla, se va.

Baja esos incontables escalones que tanto ha recorrido, pero hoy no habí­a perros ni basura. Hoy sólo ve que hay mucha gente, puede ver la larga fila para subir a los jeeps que recorren toda esa gran montaña llena de casas muy coloridas y poco separadas entre sí­, esa montaña con escaleras y callejones, con ramplas y una carretera que conecta cada vivencia con otra, esa montaña donde todos los dí­as se escucha música, porque en la 18 las personas tratan de afrontar su realidad buscando ser felices dentro de su burbuja, alegres y a veces, hasta inconscientes.

Cuando está frente a la panaderí­a, saluda a Joaquí­n, que está muy ocupado organizando la panaderí­a, ya que se tiene que ir temprano para buscar a su hijo al colegio. Wuinder tiene mucho miedo, pero aun así­, con los ojos cristalizados, saca el arma y le dispara por la espalda dos veces. Wuinder tuvo que hacer mucha fuerza para disparar.

Poco a poco, Joaquí­n cae, se escuchan muchos gritos y gente corriendo, nadie sabe lo que ha pasado, Wuinder se queda de pie impactado por lo que acababa de hacer, solo él sabí­a lo que sentí­a, pero todos imaginan que la culpa que invadió su cuerpo durante esos segundos fue lo que lo hizo levantar nuevamente el arma y ponerla en su cabeza, y jalar el gatillo. A los minutos la noticia le llegó a su madre.

Desde su casa ya habí­a escuchado los disparos y tení­a un nudo que no podí­a explicar en el estómago. Marta al enterarse corre a la panaderí­a, y traspasa el bulto de gente que rodea los dos cuerpos. Cuando ve a su hijo en el piso bañado de sangre siente que el corazón se le sale del cuerpo. Nunca nada le habí­a dolido más, nunca antes habí­a sentido que se le iba la vida sin poder hacer nada. Su llanto desgarra su garganta. En su pecho apoyaba la cabeza de su eterno bebé.

Su mayor miedo es real. Y ya no habrán más regaños, ya no habrán más preocupaciones, ya no sentirá miedo de que le pase algo, ya no habrá más “bendición ma”, ya no habrá más cenas compartidas frente al televisor mientras veí­an las novelas de las 8. Ya sólo habrá una madre que frente al cuerpo frí­o de su hijo, desnuda su dolor y siente que su vida se le va con la de él.

*Brisyeili Lopez es estudiante de la Universidad Monteávila

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