Postales de Praga | La generación de los héroes

Felipe González Roa.-

La alabanza a la fuerza es terreno fértil para que prospere la mentalidad del abuso. Foto: Revista Semana

Es suficiente empezar a contar desde la disolución de la República de Colombia creada por Simón Bolí­var (llamada Gran Colombia en los libros de historia): desde 1830 hasta el 2018 han transcurrido 188 años, lo que es lo mismo que afirmar el tiempo de existencia de la moderna República  de Venezuela.

Al hacer un repaso de la lista de presidentes que ha tenido el paí­s se destaca un dato llamativo: solo durante 69 años Venezuela ha sido gobernada por un civil, aunque hay que precisar que 7 de esos años transcurrieron con la provisionalidad de Victorino Márquez Bustillos (Juan Vicente Gómez, electo para ese perí­odo, nunca llegó a juramentarse aunque obviamente él era el poder); en 2 años Juan Bautista Pérez estuvo bajo la rí­gida influencia del Benemérito (incluso lo obligó a renunciar); mientras que durante 6 años un joven Rómulo Betancourt, Germán Suárez Flamerich y Edgar Sanabria presidieron sendas juntas de gobierno que también estaban conformadas (y prácticamente tuteladas) por militares. Si se toma en cuenta estas condiciones se puede señalar que en realidad los civiles han plenamente administrado la República durante 54 años.

Desde 1958 los civiles han ejercido la primera magistratura durante 46 años, lo que deja en evidencia que todo el siglo XIX (con poquí­simas excepciones) y prácticamente todo el siglo XX (con pocas excepciones) la presidencia estuvo en manos de militares. En el siglo XXI solo en este 2013, tras la muerte de Hugo Chávez y el ascenso de Nicolás Maduro, es que los civiles volvieron a Miraflores.

Desde 1830 hasta nuestros dí­as Venezuela, provisionalidades e intentonas aparte, ha tenido 51 presidentes, de los cuales 31 han sido militares. De los 20 civiles, solo 14 vieron sustentadas sus fuerzas en un poder constitucional (y no por la gracia de los cuarteles). De los 20 civiles, solo 10 pudieron culminar su perí­odo en calma y entregar pací­ficamente las riendas del gobierno a su sucesor. De los 20 civiles, 10 llegaron a Miraflores después de 1958.

Llamativo, hasta pintoresco, es saber que de los 31 presidente militares, solo 5 egresaron de la Academia Militar (el primero, Isaí­as Medina Angarita, accedió al poder en 1941). Todos los demás formaron parte de los popularmente conocidos chopo e’ piedra. Mucho más resaltante es que Medina Angarita, una vez electo jefe de Estado, nunca más volvió a portar el uniforme, mientras que otros gobernantes, como Nicolás Maduro, no dudan en rendir pleitesí­a al mundo castrense.

Con todos estos datos, planteados tal vez de forma superficial, no se pretende hacer un simple listado o despertar la curiosidad de algún desocupado lector, sino llamar la atención sobre cómo las tesis del gendarme necesario y del cesarismo democrático, planteadas por Laureano Vallenilla Lanz, tuvieron y tienen arraigo en la mentalidad del venezolano, ideas que tienen sus antecedentes en los primeros años de la República y que aún germinan gracias a la consolidación y promoción de la generación de los héroes.

La gesta de Independencia fue una tarea colosal. Una pequeña colonia en América pudo retar, enfrentar y superar el poderí­o de un inmenso imperio, el español. Y no solo se logró la libertad de nuestro paí­s, sino que las armas venezolanas tuvieron el impulso para materializar la emancipación de Colombia, Ecuador, Perú y Bolivia. Obra enorme, sin duda, llevada a cabo gracias a visión de hombres como Francisco de Miranda y consolidada por la brillantez militar de Simón Bolí­var, Antonio José de Sucre y José Antonio Páez, entre tantos otros.

Sin embargo, los héroes venezolanos no solo portaron uniformes. A veces se olvida que en los primeros años de la lucha, aquellos que datan de 1810 y 1811, el clérigo José Cortés de Madariaga inspiró al pueblo para pací­ficamente derrocar a la autoridad militar peninsular; los pensadores Juan  Germán Roscio y Francisco Isnardi redactaron el Acta de Independencia; el aristócrata Marqués del Toro dejó a un lado todos sus privilegios para colaborar con la causa de la libertad; y el abogado Cristóbal Mendoza fue quien tuvo el honor de ser el primer presidente de una Venezuela sin el yugo español.

¿A qué se debe entonces el énfasis en las proezas militares y el desdén hacia las obras civiles? ¿Por qué nuestros padres fundadores tienen que llevar únicamente medallas y charreteras? ¿Por qué? La ausencia de respuestas consolida el mito fundacional venezolano, aquel que resalta que la República nació exclusivamente entre ruidos de cañones y sables, entre gritos de horror y sangre.

Somos herederos de la generación de los héroes, pero estos héroes son militares. Basta con leer las páginas de Venezuela Heroica, de Eduardo Blanco, para notar la relevancia que se le ha dado a las hazañas castrenses. Con su vibrante pluma, el escritor (también militar, conviene acotar) repasa con emocionante narración las batallas de La Victoria, San Mateo, Las Queseras del Medio, Boyacá, Carabobo, Sitio de Valencia, Maturí­n, La invasión de los seiscientos, La Casa Fuerte, San Félix y Matasiete.

Publicada en 1881, con una segunda edición en 1883, Venezuela Heroica respondió a la necesidad de concretar la existencia de una nación que, 70 años después de la Independencia, aún se hallaba desfigurada entre aislamiento regional y luchas entre caudillos. Una vez consolidó su poder Antonio Guzmán Blanco decidió afrontar la tarea de crear una identidad, un concepto de unidad, para lo cual decidió sustentarse casi exclusivamente en nuestro glorioso pasado militar.

Sin embargo, más allá de la practicidad del Ilustre Americano, Venezuela Heroica vino a recoger imágenes que desde hace años formaban parte del imaginario colectivo, y contribuyó a mantenerlas vigentes con el cambio del siglo y después en los albores de otro siglo más.

Pero serí­a erróneo pensar que Venezuela Heroica es la causante de los males que aquejan al paí­s. Nada más alejado de la realidad. Los libros, incluso aquellos de peor calidad, jamás podrán ser tildados de equivocaciones. Las fallas no están en las páginas sino en la falta de criterio de quienes las leen.

El error estuvo (y está) en mantener como visión única la idea de la necesidad imperiosa de armas militares para forjar la República. Y de pretender prolongar este pensamiento hacia nuestros dí­as, a pesar de que desde hace más de 200 años el Ejército venezolano no pelea en guerras extranjeras y que los fusiles, lamentablemente, solo han sido utilizados para enfrentar a compatriotas. No se puede considerar una mala idea el haber escrito Venezuela Heroica, sino el jamás haber decidido editar un libro que se llame Venezuela Civilizada.

La mentalidad castrense tiende a ser autoritaria, impositiva, poco dada a tolerar la crí­tica. Si ya para una persona no es recomendable tener estas caracterí­sticas qué se podrí­a decir de todo un paí­s. Y lamentablemente este es el perfil que se ha mantenido y profundizado en Venezuela.

La necesidad imperiosa de estar bajo el dominio del hombre fuerte, de un caudillo, ha hecho que el paí­s no supere la edad adolescente. Una eterna inmadurez que queda patente en el dí­a a dí­a. El venezolano es dependiente, incapaz de tomar su camino propio, temeroso de vivir en libertad, sobre todo de correr el riesgo de tomar decisiones, asumir el peligro de la responsabilidad. Preferible es que otro piense y actúe mientras que la gran mayorí­a solo obedece.

La alabanza a la fuerza también es terreno fértil para que prospere la mentalidad del abuso. Un paí­s que le da preponderancia a la destrucción de la guerra es el mismo que incentiva la imposición, la supervivencia del más potente, del más agresivo, del más salvaje. El individualismo y el egoí­smo prosperan. El caudillo tiende a pensar más en sí­ mismo y en sus intereses que en los beneficios para una colectividad. El yo está por encima del nosotros.

188 años tiene Venezuela como República independiente. Algunos años mejores que otros, ciertamente no todo ha sido negativo, pero el paí­s seguirá sumido en el atraso si no corta las cadenas que lo aprisionan en su supuesto pasado de glorias militares. Y no se trata ya de un avance material sino espiritual. Un crecimiento de la conciencia, individual y colectiva. Al final la culpa no es de Miranda, Bolí­var, Sucre ni Páez, mucho menos de Eduardo Blanco, sino de todos nosotros que preferimos vivir arropados dentro de la comodidad de este cí­rculo vicioso.

Solo el hombre con conciencia de su individualidad es capaz de crear sociedades, ya que no se sumerge en una masa amorfe, que no significa nada, sino que logra identificarse con el otro y en el otro y conformar un verdadero nosotros. Del reconocimiento individual, del reconocimiento de quien somos, nace la tolerancia y después, más importante aún, nace el respeto.

 *Felipe González Roa es director de la Escuela de Comunicación Social de la Universidad Monteávila

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