Felipe González Roa.-
 El martes 23 de enero se cumplieron 60 años de la caída del general Marcos Pérez Jiménez, el último dictador del siglo XX venezolano, con quien (al menos esa era la esperanza) se cerraba el horrible ciclo de regímenes de fuerza, nacidos sin reconocimiento popular y respaldados solo por los fusiles de los militares.
El último dictador venezolano…. Tal fue el convencimiento que muchos bajaron la guardia. No supieron (no pudieron, no quisieron, da igual) percatarse de la amenaza que se cernía sobre el país: muchos en su afán por cobrar viejas rencillas; otros por el deseo de hacer realidad añejas ambiciones.
Algunos, es justo reconocerlo, sintieron, con genuina sinceridad, la necesidad de impulsar un cambio que reivindicara demandas sociales muchas veces pospuestas y de aplicar correctivos que pusieran fin a tanta corrupción, abuso y despilfarro.
En realidad no importa ahora analizar los motivos de unos y de otros. En definitiva lo que hay que resaltar es que muy pocos vislumbraron el peligro. Peor aún: no muchos sintieron la necesidad de defender la democracia.
La democracia, apuntaba el politólogo italiano Giovanni Sartori, es un principio de legitimidad; un sistema político llamado a resolver problemas de ejercicio; y un ideal.
Precisamente la crítica fácil oculta la trampa de su razonamiento al contrastar el “deber ser” con el “ser”, al comparar las ilusiones con la rutina. Bajo ese escenario es imposible que la democracia logre triunfar porque, precisamente, al ser un ideal debe construirse todos los días, debe ser un afán de perfección que nunca será alcanzado pero que, en la insistencia por recorrer ese camino, eleva las pretensiones del ciudadano.
La democracia debe descansar en la esencia de cada uno de los pobladores de una nación, es allí donde se debe desarrollar la conciencia democrática, aquella que lo impulse a contribuir con la sociedad y que vea a los demás como amigos y compañeros, integrantes de la misma comunidad.
Y eso fue lo que no se defendió en Venezuela. Se calificaron errores (muchos abominables) de algunos gobernantes como males de la democracia, cuando en realidad esas faltas se debieron precisamente a la ausencia de un espíritu democrático.
Esa corta visión permitió que, desde 1999, el discurso oficial sistemáticamente atacara a la democracia que nació tras la caída del dictador Pérez Jiménez, descaradamente obviando que entre 1958 y 1998 Venezuela vivió el período de mayor progreso social y económico, material y (posiblemente) también espiritual.
La narrativa sobre los pérfidos “40 años” apenas encontró resistencia. Muy pocos fueron los que se atrevieron a contradecir el nuevo mensaje emitido desde el poder. Muchos, aunque contrarios al nuevo jefe en Miraflores, no disimularon su entusiasmo con la idea de sacar del camino a jerarcas verdes y blancos.
Pero el problema fue todavía más grave: tal vez la mayoría simplemente no entendió la relevancia de los hechos y, sobre todo, de los procesos. No comprendieron la importancia de aquel 23 de enero de 1958. Dejaron de valorar la democracia, olvidaron lo que costó conquistarla, y más lamentable aún, no supieron apreciarla.
Tristemente hoy notamos que, 60 años después, el daño es aún más profundo. En un país ensimismado y deprimido, prácticamente nadie recordó tan trascendental hito. Desde el gobierno organizaron un simulacro de celebración, más con afán de molestar a antiguos deudos que con el sincero propósito de resaltar la histórica fecha. Al otro lado de la acera los llamados opositores, víctimas de sus contradicciones, acomodados entre uno que otro tweet, apenas reaccionaron.
Pero precisamente ahora, mientras el venezolano se agota entre interminables colas frente a una panadería, se desespera ante anaqueles vacíos y nota como el sueldo se diluye entre los dedos, incapaz de mantener el rimo de la frenética hiperinflación, es cuando con más fuerza debe evocar en su memoria lo que ocurrió el 23 de enero de 1958 y, sobre todo, valorar lo que luego se construyó durante aquellos 40 años.
*Felipe González Roa es director de la Escuela de Comunicación Social de la Universidad Monteávila.