Venezuela: el paí­s de las nostalgias

Carlos Balladares.-

La muerte de un ser querido es el fin de un mundo y de una época. Así­ lo he sentido el pasado 9 de noviembre cuando despedimos a mi querida tí­a Cecilia Agudo Vicci de Angrisano en el cementerio de La Gí¼airita de Caracas. Mi tí­a formaba una pareja maravillosa con su esposo Antonio (para mí­ siempre serán inseparables en el recuerdo, tal como le dijo mi tí­o al cura: “¡60 años juntos!”) porque se complementaban perfectamente.

Me atreverí­a a decir que mi tí­o Antonio, con sus divertidas ocurrencias y muchas pasiones, entre ellas la cinéfila, de la cual soy en buena parte heredero, era así­ gracias a que tení­a a su lado la fortaleza y el apoyo de mi tí­a. Y aunque la prioridad para ella fueron su esposo e hijas, tení­a fuerzas suficientes para atender a la gran familia de la cual estaba pendiente. A tí­a Cecilia le estaré agradecido por su bondad y plena generosidad para conmigo, mi familia y todo el que le rodeaba.

El martes 3 de noviembre falleció nuestra querida tí­a Cecilia después de luchar contra el cáncer. Todo fue rápido, agresivo, violento, cruel y triste. Tení­a 73 años. Fue la primera hija del matrimonio entre el doctor Esteban Agudo Freites y Blanca Vicci Oberto (Mamaca). Parte de una familia inmensa porque ambos ya tení­an hijos de matrimonios anteriores.

El padre traí­a a Carolina y a Esteban y la madre a Alberto, Teresa y Mercedes; y después tuvieron cuatro hijos más: Cecilia, Raimundo, Raúl y Adriana ¡Nueve hermanos y ella en el medio!

En un recorte de periódico, que imagino pertenece al El Impulso de Barquisimeto, se puede ver rodeada de amiguitos y lo que parece son cuidadoras de algunos bebés, frente la torta de cumpleaños. Algo brava mira a la cámara y, por cierto, entre la gente está mi madre cuando era adolescente. No dudo que tí­a Cecilia como todos los hermanos aprendieron de Mamaca lo que era tener que cuidar y compartir con tanto muchacho.

Mi madre ha sido muy unida con todos sus hermanos, pero especialmente con los más cercanos relativamente en edad y entre ellas estaba tí­a Cecilia, quien era seis años menor. Una vez que mi tí­a se casó en 1975 (yo con cuatro años de edad le llevé los anillos) recuerdo que no solo nos veí­amos en todas las fiestas familiares sino también en visitas frecuentes. Debido a que todos los años viajaban con nosotros estábamos pendientes de cuidarles su casa y cuando comencé a manejar asumí­ esta responsabilidad plenamente. De alguna forma se delegó en mí­, lo cual me encantaba porque era una forma de estar solo por un rato.

Recuerdo que cambiaba los “timer” de las luces para que diera la impresión que habí­a gente e incluso a veces los conectaba a algún televisor. Poco a poco con todo este trato permanente muchas de sus costumbres me formaron y el contacto con los espacios y objetos de sus casas se hicieron parte del mundo en el que crecí­ y viví­ mi juventud.

Mis tí­os pasaban las fiestas decembrinas en Florida (EEUU), visitando los parques de diversiones entre otros lugares. Parte de su alegrí­a han sido las diversas expresiones de la “vida americana” (estadounidense) y aunque este era como su otra nación también viajaron a Europa.

Acá en Venezuela son socios del club de playa Puerto Azul y muchos fines de semanas y vacaciones las pasaron frente a ese paisaje tan hermoso. Todo esto me hace pensar con tranquilidad y agradecimiento que mi tí­a disfrutó cada uno de esos momentos.

Su vida fue plena ¡y siempre junto a la familia! Es verdad que nos habrí­a encantado tenerla más tiempo por acá, en especial su esposo, hijas y nietos. Pienso en estos últimos que tanto necesitan una abuela consentidora pero al menos ya todos han llegado a la adolescencia o están muy cerca. No es un consuelo pero es algo.

Creo que las fiestas de cumpleaños y las Navidades son las celebraciones más importantes para el venezolano, que ya de por sí­ tiene en la “rumba” y toda reunión social casi un “culto”.

Al recordar mi niñez pienso en ellas y mi memoria se hace más fuerte en cada detalle. La Noche Buena en la quinta “Blanquita” de mi abuela materna (Mamaca) en El Paraí­so, en el callejón de la avenida Los Pinos detrás del Centro Vasco. Todo ese familión reunido y los nietos correteando.

De manera simultánea y especialmente cuando ya no hubo más reuniones por la enfermedad y fallecimiento del abuelo, estos se complementaron con los cumpleaños de mis primas: sus hijas Andreina y Valentina nacidas respectivamente en 1977 y 1978.

Los superhéroes y/o princesas que ese año anterior habí­an sido estrenados en el cine eran la decoración y la torta, y el tí­o Antonio podí­a salir disfrazado de los mismos o como mí­nimo con una franela. Nunca olvidaré una vez que apareció con las grandes alas de “Condorman”. Sin mi tí­a Cecilia encargada de todo, esos fiestones no habrí­an sido posibles. Siempre la veí­as pendiente de cada detalle cómo era en su vida diaria: atendiendo cada necesidad de su familia. No puedo negar que de solo verla haciendo tantas diligencias yo quedaba cansado.

Sin mi tí­a Cecilia yo no vivirí­a en San Bernardino porque ella facilitó que nos mudáramos de nuevo a nuestra primera “casa” en la urbanización. Mi familia pasaba por una época muy dura y era mi adolescencia, pero mi tí­a me dio la más feliz de las noticias al permitirnos llegar a nuestro querido “Cerro Norte”, en el cual vivimos hasta los primeros años de la Venezuela actual (1999-hoy).

No serí­a entonces “cronista” de mi querida parroquia y con la que me he compenetrado de manera tan profunda. Pero quizás tampoco estarí­a escribiendo sobre la Segunda Guerra Mundial (ver artí­culos semanales en El Nacional y Opinión y Noticias), porque también en esos años en que mi pasión lectora se consolidaba, fue cuando me topé en su casa con los tres tomos de La Gran Crónica de la Segunda Guerra Mundial de Reader´s Digest (1965). Dichos tomos los devoré en tiempos vacacionales. Pero también en su hogar conocí­ mucho mejor los musicales de Andrew Lloyd Weber por la colección de discos que tení­a y la cinefilia con toda la fascinación hollywoodense de la cual he hablado antes.

Pero no es solo esta profunda influencia en mi vida la que debo agradecerle sino que siempre generosa te extendí­a la mano cuando caí­as en dificultades. Y tengo que pedirle disculpas, porque en medio de los terribles momentos que padecemos y ahora que está junto a Papa Dios, aprovecharé para pedirle que nos siga ayudando.

Y para terminar con un ejemplo fí­lmico, solo puedo pensar en ese ejercicio de la imaginación que nos muestra: It´s a wonderful life (Frank Capra, 1946) al ver cómo habrí­a sido la vida de tanta gente si George Bailey (el protagonista representado por James Stewart) no habrí­a existido.

Hay personas sin las cuales no serí­amos los mismos, ellos nos dejaron una huella significativa. Nuestros seres queridos siguen viviendo con nosotros y a través de nosotros, y queramos o no les hablamos y en las noches se nos aparecen en los sueños. Y para el creyente en el principio de la “comunión de los santos” sabemos que nos cuidan desde lo Alto. A nosotros solo nos queda seguir su ejemplo como la mejor manera de darle las gracias.   

*Carlos Balladares Castillo es profesor de la Universidad Monteávila

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