Bolí­var encadenado

Postales de Praga

Felipe González Roa.-

Postales de Praga

Hace más de un siglo que Simón Bolí­var celebra su cumpleaños en el Panteón Nacional, donde yace en un fino sarcófago de madera y oro. Desde allí­ observa, tal vez inquieto y preocupado, quién sabe si hasta esperanzado, el devenir de una patria a la que tanto dedicó y por la que tanto sacrificó.

El héroe, el mito, el patriota. El español, el venezolano, el colombiano. El que tantas dudas despertó en su relación con Miranda. El que firmó el terrible decreto de guerra a muerte. El que encabezó la admirable Campaña Admirable. El que plasmó el genio de su mira en papeles en Jamaica y Cartagena. El que no dio tranquilidad a su alma ni reposo a su brazo… El brillante general de Carabobo, la triste sombra de Santa Marta.

Bolí­var, El Libertador. Bolí­var hoy está secuestrado.

En 1830 la figura de Bolí­var despertaba reconcomio y división. Ni cese de los partidos ni consolidación de la unión: su muerte solo confirmó el derrumbe de su proyecto colombiano. Durante 12 años su sepulcro estuvo lejos de su tierra natal. No fue sino hasta 1842 cuando Páez, otrora su encarnizado rival, repatrió sus restos entre grandes homenajes. Pudo al fin descansar en Caracas, en el panteón familiar.

En 1876 Guzmán Blanco interrumpió el reposo cuando decidió que el héroe debí­a yacer en el Panteón Nacional, espléndido hogar para las glorias venezolanas. Probablemente se trató de un justo homenaje, un sitio digno para tan grande hombre. Pero también fue el inicio de la deformación.

Venezuela, con apenas medio siglo de independencia, desangrada por facciones fratricidas, necesitaba de un motivo para amalgamar su historia, su memoria y su futuro. Qué mejor razón, pensó tal vez el Ilustre Americano, que la figura de El Libertador.

Pero así­ también fue irresistible la tentación de ubicar a Bolí­var del “lado” del dictador de turno, del hombre fuerte que necesitaba del “apoyo” del gran general, a partir de entonces manoseado y desgastado, confundido entre discursos huecos y tentaciones de poder.

Guzmán Blanco solo abrió el camino, el guion que siguieron tiranos como Gómez y reformistas como López Contreras. Y sí­, que también tomó para sí­ Chávez.

Si ya Bolí­var estaba amordazado, con Chávez fue reducido a un rehén. Trazó a un héroe a su imagen y semejanza, perfecto (y mudo) testigo de sus impulsos revolucionarios. Le dio un nuevo sentido a sus pensamientos, lo hundió en debates ideológicos anacrónicos. Incluso le dibujó otro rostro.

Cuando cumple 236 años Bolí­var sigue encadenado. Otra persona ocupa hoy Miraflores, pero el mismo patrón sigue mancillando al Libertador. ¿Quién es realmente el “genio de América”?

Da mucha tristeza escuchar a venezolanos denigrar de Bolí­var. Decir que su figura le provoca repulsión, que no le profesan estima y admiración. El rechazo del héroe, ví­ctima inocente de la manipulación.

Bolí­var no fue perfecto. Múltiples fueron los errores que cometió. Pero a la par se sitúan sus hazañas, tan grandes que marcaron el destino de toda una nación. Sin embargo, la mayor equivocación es pretender reducir la historia solo a una época, apellidar un paí­s entero solo con un único nombre. No es su culpa, obviamente. Es de aquellos que solo pretenden usarlo.

El reconocimiento a Bolí­var debe pasar por su estudio. Leer sus discursos y manifiestos, estudiar sus proyectos polí­ticos y campañas militares. Entender que él sí­ tení­a un plan para su paí­s, y al mismo tiempo comprender qué hizo errar su mira.

La devoción a Bolí­var debe recordar primero que se trataba de un hombre, de un común ser humano genial. Y sobre todo entender que Bolí­var partió hace casi 189 años. Muchas de las cosas que pasaron después no son su responsabilidad, sobre todo la tragedia de estos últimos 20 años.

Hoy el mejor regalo para Bolí­var es también luchar por su liberación.

*Felipe González Roa es director de la Escuela de Comunicación Social de la Universidad Monteávila.

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