Amparito

Francisco Blanco.-

Esto es un hecho de la vida real.

Mientras viajábamos en autobús, mis papás mi hermana y yo con el grupo de la iglesia del pueblo, los organizadores nos dieron a todos dos cachitos (sándwich de jamón) y medio litro de chica (bebida a base de arroz), todo en una bolsa de papel. Todos comimos y justo cuando mi madre pasaba por los puestos del bus con una gran bolsa negra recogiendo la basura, veo a una señora tirando la bolsa de papel y el cartón de chica por la ventana del bus. Mi madre le dijo: Amparo no… recuerda que no debemos botar la basura en la calle”. Esa fue la primera vez que vi a Amparito.

Amparo era una señora ya entrada en años, con el cabello lacio muy largo que pasaba de negro a gris a blanco, en una muy apretada cola de caballo. Amparo tení­a unas arrugas que se veí­an muy profundas, que le curtí­an la piel. Amparo olí­a distinto. Amparo no tení­a todos los dientes. Amparo… era indigente.

Rara vez mi mamá no me respondí­a a las cosas que le preguntaba, por lo que le pregunté por Amparo y ella me contó que la conoció en un ancianato de pueblo. Las monjitas que lo dirigen dicen que sus hijos la llevaron y con el tiempo dejaron de visitarla, luego ella comenzó a salir en el dí­a y a regresar por las noches, hasta que sus ausencias fueron más prolongadas y sus idas eran más comunes que sus llegadas.

Un dí­a la soledad llevó Amparito a olvidarse de sí­ misma, una suerte de sí­ndrome de nido vací­o le golpeó tan fuerte y tan de la nada su vida que la dejó en el piso, cual tacle de un buen ocho de segunda lí­nea. Con el tiempo no regresó más al ancianato y no supimos más de ella.

Estás acostumbrado a todo, pero perder todas las costumbres, ademanes y rutinas propias te hacen ser otro, vivir como en el caso de Amparo, bajo un techo que no es tu hogar, te somete a condiciones existenciales que te cambian la estructura lógica del pensamiento y el abandono de todo se convierte en el mantra de todos los dí­as.

Sufrió el mismo padecimiento de los que tristemente se quedan sin hogar, sin ingreso estable pero con gastos fijos, sin ningún tipo de relaciones familiares, ni amistades reales, la reflexión “para qué” se convierte en el ancla de sus dí­as, hacerse “para qué”, arreglarme “para qué”, ordenar mis cosas “para qué” y de ahí­ en más.

Dicen que perder la rutina afecta tremendamente nuestra vida, porque la rutina más allá de ser la idea nihilista del siglo XX es, como dice la canción, nuestro cable a tierra, nos ata a un plan de vida, nos aterriza en la dinámica acto-potencia que nos hace ser teleológicos, perder la rutina es romper la brújula de nosotros mismos, es romper ataduras con todo lo que representa nosotros, es adentrarse en un oblivion que invierte prioridades y hace cada vez más difí­cil cumplir con nuestras necesidades más básicas, y en lugar de escalar esa pirámide de Malow, nos quedarí­amos cual Sí­sifo en esa primera parte de la pirámide, intentando escalar, pero sin poder lograrlo. Ese es el drama de los sin techo, ser Sí­sifo.

Inquieto como siempre, entré en la Universidad y en algún momento de esa parte de mi vida me topé con Amparito, ella siendo amable se recordó de mí­ y de mi mamá, recordó aquel paseo en el autobús y habló de la iglesia, tení­a su cola de caballo apretando con fuerza su pelo lacio, tení­a menos dientes, y arrugas más secas, sus ojos me pedí­an de todo pero su boca no los correspondió, yo siendo universitario no tení­a nada de dinero, le sonreí­, le di un abrazo y me fui.

Vi a Amparo cuerda, me trató de una manera familiarmente dulce, en ese encuentro yo era yo y ella no era Amparo, ella era mi abuela, no manifestó ninguna señal de dependencia de algún tipo más que hambre.

Insistí­ en contarle a mi mamá que habí­a visto a Amparo, ella me contó que le estaba buscando la pista para hacer que regresara al ancianato, cosa que hizo… por poco tiempo. Mi madre volvió a dar con ella y consiguió una habitación en un albergue de otras monjitas, las que aceptaron a Amparito porque tení­a, dentro de todo, buena salud, la acomodaron en una habitación compartida donde tení­a una cama y una gaveta con llave para guardar sus cosas, su vida en una gaveta.

Nosotros en Antropologí­a Filosófica escuchamos decir que “El Hombre se hace con las cosas” y me pregunto qué tantas cosas puedes tener en una gaveta que te hagan como persona, las cosas te personifican con esa simbolizatividad existencial como solo ellas lo saben hacer, si bien nosotros no somos nuestras cosas, las cosas nos van haciendo en la medida en que marcan nuestro proyecto de vida, una persona que no tiene cosas pues cae en una clepsidra terrible sin pertenencia a nada, eso hace que lo poco que tiene lo recela con una paranoia salvaje, que no le permite descansar, que le genera un estrés terrible, lo que somatiza y repercute en su salud, si le sumamos a esto una situación de calle donde las condiciones de higiene es una letra muerta que ya no recuerda nadie, la alimentación no es una constante sino un lujo, el descanso es algo que alguien tení­a en algún momento, son factores que agravan los cuadros salubres de estas personas y si se le suman los que tienen niños son aún más fuertes porque la presión es mayor.

Apenas pasaron unos 5 años desde que comencé a trabajar en un colegio del pueblo, ya viví­a solo y era dí­a de cobro. Esa noche caminé a la panaderí­a del pueblo y afuera estaba Amparo, vestida al estilo de siempre, con su misma cola de caballo, con su pelo ya gris claro, sus pocos dientes y su sonrisa amable cuando me vio. La abracé y sentí­ el olor puro y duro de la calle, le brindé un café y yo me tomé te de durazno. Amparo me habló de aquel paseo en autobús hace ya más de 13 años, me preguntó por mi mamá y me contó que guarda una estampita de la Virgen del Valle que ella le regaló, me dijo que del albergue se tuvo que ir porque su compañera de cuarto le pegaba en las noches y no la dejaba dormir, me dijo que preferí­a estar en la calle que así­. Hablamos por un buen rato y la cara de la gente era todo un poema, de esos que la gente escribe y nunca comparte, terminamos de hablar y yo pedí­ dos litros de jugo, un kilo de queso, 10 panes, dos chocolates y salimos de la panaderí­a, le di a Amparito lo que habí­a comprado, ella me lo agradeció con un abrazo tan grande que me perdí­ en él. Esa fue la última vez que la vi.

Ahora bien, yo no sé si Amparito puedo reintegrarse a la sociedad. En Venezuela son pocos los programas de ayuda social que se ocupan de regresarle la dignidad al indigente y ayudarlo a que se dé cuenta que puede hacer las cosas, a que le florezca el sentido de pertenencia y que sea capaz de realizar algún trabajo que le devenga algún dinero que le ayude a mantenerse. Poco se escucha de programas con viviendas compartidas o apartamentos monitoreados, poco se escucha incluso de trabajo social como carrera y profesión.

Aunque lo que si se escucha es como nuestra cara corta el viento cuando volteamos al otro lado cuando vemos a un indigente.

*Francisco J. Blanco es profesor de la Universidad Monteávila

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