Un rugido de guarura

Francisco Blanco.-

Este es un hecho de la vida real. Era una mañana de sábado cualquiera. Mis amigos y yo estábamos en aquel parque de la ciudad dormitorio donde crecimos, eran cerca de las 10 de la mañana y estábamos todos a punto de comenzar las actividades en nuestro grupo scout.

Todo marchaba como de costumbre, conversaciones, risas, proyectos, planes… estábamos cansados de la monotoní­a de nuestra adolescencia, estábamos esperando una aventura, estábamos buscando qué hacer, porque, cuando uno es scout, no hay mejor plan, no hay mejor manera de perder el tiempo, que vivir al aire libre, cuando uno es scout, no hay mejor cosa que irse de campamento. Y esa fue la respuesta a la pregunta ¿Qué hacemos hoy?

Poco sabí­amos nosotros lo que en esa noche estaba por suceder.

Terminaron las actividades en el parque, nos dispusimos a regresar cada quién a sus casas, organizar el equipo mí­nimo y necesario para una noche de campamento y acordamos la hora y el lugar de encuentro (parada de autobús del km18 de la carretera panamericana, Miranda, Venezuela) para así­ comenzar la caminata que nos lleve al Campo Escuela Paramacay, hogar predilecto de los scouts en Venezuela.

Llegué a casa, pedí­ permiso, comí­ y en mi bolso anaranjado de armadura externa, puse un yesquero, una vela, mi ruana de fibra polar, una muda de ropa (creo), una bolsita con leche en polvo, un termo de agua, una pequeña tetera, un mate y su respectiva bombilla. Salí­ a media tarde y me encontré con los demás a la hora más o menos acordada y comenzó la caminata… comenzó el campamento.

Entrar en Paramacay es una sensación extraña. Por un lado, está la historia orgánica del lugar, mi papá en su adolescencia scout acampó allí­, por ejemplo. Por otro lado, está el hecho que el campo escuela se encuentra incrustado en una zona residencial de clase media, edificios, desarrollos habitacionales y en medio de eso, un camino de tierra, un sendero que se va haciendo paso entre la montaña y llega al corazón mismo del movimiento Scout de Venezuela, Paramacay es la selva del Seeonee para los lobatos, el taboo predilecto para la tropa, campo perfecto para el clan, y lo tení­amos todo para nosotros, o al menos eso creí­amos.

Por la mitad del sendero inicial alguien de los que estaba conmigo dice: “Yo escuché que la policí­a tení­a cerrado Paramacay en estos dí­as… porque la semana pasado encontraron aquí­ muerta a una chama de Los Teques”. A lo que todos, en la máxima demostración de inescrupulosa adolescencia, nos comenzamos a burlar, y por supuesto, no se tardó la broma del “seguro se nos aparece en la noche”.

Desde ese momento, el miedo se comenzó a sembrar en mi cuerpo.

Paramacay, tuvo, tiene o tení­a dos estructuras al estilo refugio de alpinista (Casa Machado e Intendencia) cada uno tení­a dos cuartos, un gran salón con marcos de ventanas en todo el perí­metro y en la parte de atrás una hilera de lavamos/fregaderos dispuestos en una estructura de concreto.

No tení­amos carpa con lo cual nos quedamos en una de las dos casas, pusimos los bolsos bajo uno de los marcos de ventana y comenzamos la faena habitual de todos los campamentos, buscar leña.

Éramos varios, con lo cual buscamos mucha leña, la idea era que la fogata se mantenga prendida toda la noche, sacamos lo poco que tení­amos de comida, y comenzamos a hacer lo que todo el mundo hace cuando tienes la vida por delante y ya tienes todo el campamento organizado… hablar tonterí­as.

A media tarde llegó una camioneta con dos jefes scout de Caracas, yo los reconocí­ y los saludé, nos preguntaron qué hací­amos allí­ y nosotros hicimos la misma pregunta, ellos nos respondieron: “Vamos a jugar golf en campo manada”, por alguna razón nos pareció muy cómico eso y en medio de nuestras risas ellos sacaron sus palos de golf, una bolsa llena de pelotas y se fueron.

Pasaba la tarde y prendimos la fogata, porque, ¿por qué no? los chistes de la muchacha muerta y los golfistas no paraban… y mi miedo tampoco.

En lo que oscureció, llegó una tropa completa (la tropa es la rama adolescente de un grupo scout). No nos extrañó porque es común en Paramacay un sábado cualquiera, y las filas de gente entraba y entraba y, en medio del campo escuela, se perdieron y no los escuchamos más.

Hicimos una fogata, calentamos la comida, tomamos mate con leche, todo normal, todo como cualquier campamento. La noche se cerraba cada vez más y los chistes de la muchacha muerta no paraban, los chistes de los golfistas tampoco y se añadió al repertorio, el comentario curioso de que no escuchábamos a la tropa que vimos entrar.

“Qué pasó boyescao”, escuchamos cerca de nuestra fogata y vimos a dos sujetos emparamados, nos preguntaron si podí­an acercarse a nuestra fogata para calentarse, nos dijeron que eran de Protección Civil y estaban haciendo unos trabajos allí­, pero la lluvia no los dejó continuar, al cabo de unos minutos se pararon y se fueron. Lo curioso de esto no fue el hecho en sí­ mismo, porque cuando uno está de campamento siempre hay alguien que aparece, lo curioso es que estos sujetos hablaron mucho de la lluvia esa tarde, pero… esa tarde, no llovió.

Nos acostamos a dormir, y pasado un rato, unas luces cubren nuestro campamento, un sonido estruendoso nos despierta. Yo alterado me pongo en pie y entre el susto veo que es Luis, un viejo amigo de los scouts que llegó al campamento en su jeep destartalado con una bolsa de pan dulce y un litro de té.

Luis querí­a ver cómo estábamos y si nos faltaba algo. Comenzamos a conversar sobre cualquier cosa, naturalmente los chistes no se hicieron esperar, le contamos de los golfistas, la tropa que no escuchábamos, los sujetos emparamados y, sobre todo, de la muchacha muerta, de todo nos reí­mos, de todo sacábamos otro chiste, pero yo no podí­a relajarme, porque el miedo que se me sembró en el cuerpo entrando al campamento no se habí­a ido del todo y de pronto, escuché algo.

No era nada del otro mundo, era un sonido familiar, parte de la brisa, un delicado silbido que se escondí­a en la conversación que estábamos teniendo, era como si sonara en un segundo plano de la realidad, como en la periferia de lo que estaba ocurriendo allí­, sentados en un marco de ventana de espaldas a la montaña. Vi a los demás y nadie hizo contacto visual… me lo estaba inventando pensé.

Seguí­a la conversación y yo lo seguí­a escuchando, siete silbidos delicados muy alejados de mi espalda, ahí­ repasé en mi cabeza ese disco de leyendas venezolanas. Me paralicé. Si suena lejos, está cerca, pensé.

Luis se despidió, se montó en su jeep y tres de nosotros fuimos al baño al estilo del campamento y frente a la montaña, en esa noche cerrada sin luna, de manera clara e inteligible, siete silbidos… tan lejanos como ese dí­a de mi adolescencia, tan cercano como ese recuerdo, siete veces ese rugido de guarura sonó… como si la montaña no quisiera que estuviéramos ahí­.

Nos vimos las caras y ahí­ me di cuenta que todos habí­amos escuchado lo mismo en la conversación minutos antes, gritamos y yo salí­ corriendo buscando a Luis, le conté lo que escuchamos, él se rio y se fue.

Regresé al campamento y entre risas nerviosas dormimos todos juntos.

Me desperté y toda la leña de nuestra fogata estaba consumida, raro. Recogimos todo, subimos a donde estaba la tropa para ver si todo fue una broma de ellos, pero no habí­a nadie. De inmediato nos fuimos de ahí­ y terminado el camino de tierra todos nos dimos cuenta que fue el mejor campamento que hayamos tenido.

Porque cuando uno está de campamento siempre hay alguien que aparece, pero casi nunca se te aparece un algo… y a nosotros se nos apareció el silbón.

Ese fue la última vez que fui a Paramacay

Francisco J. Blanco es director de la Escuela de Educación de la Universidad Monteávila

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