Los partidos de arena

Felipe González Roa

Sin los partidos polí­ticos el funcionamiento de la representación polí­tica, es decir, la base misma de las instituciones liberales, es imposible”, aseguraba Maurice Duverger.

“Los ciudadanos son representados, en las democracias modernas, mediante los partidos y por los partidos”, afirmaba Giovanni Sartori.

Sin partidos polí­ticos no hay democracia. Tajante afirmación que viene respaldada por la teorí­a polí­tica pero también por la comprensión práctica. Busque un paí­s que presuma de una firme democracia y podrá notar, como caracterí­stica fundamental, la existencia de sólidos partidos polí­ticos. Encuentre en cambio una sociedad en la que no haya partidos polí­ticos, o en la que estos estén profundamente cuestionados, y hallará una democracia liquidada o, cuando menos, con grandes dificultades para subsistir.

Sobre los partidos debe descansar la sostenibilidad de un sistema democrático liberal, ya que son los actores llamados a ejercer en los foros polí­ticos la representación de todos los sectores de la sociedad. El deterioro y posterior derrumbe de la democracia venezolana vino de la mano con el desgaste y desprestigio de los partidos polí­ticos. Y no fue una casualidad.

Durante años Venezuela fue modelo de estabilidad democrática. Desde 1958, tras la caí­da de la dictadura de Marcos Pérez Jiménez, la gobernabilidad en el paí­s se sostuvo a partir de AD y de Copei, que asumieron la representación de gran parte de la sociedad y buscaron la construcción de consensos, esenciales para toda sociedad que quiera resolver de forma pací­fica e inclusiva los conflictos que se pueden presentar en su seno.

El debilitamiento del sistema democrático venezolano se hizo patente en 1998 con el triunfo de Hugo Chávez, quien apuntó hacia la destrucción de la democracia liberal, aquella que se basa sobre instituciones representativas y poderes limitados, e instauró lo que Michael Coppedge califica como “caso extremo de democracia delegativa”, un régimen en el que sobre el Ejecutivo no hay un efectivo control institucional, y en el que el presidente asume prácticamente todos los poderes a partir de un supuesto apoyo popular.

Chávez consiguió materializar sus objetivos, en parte, por la debilidad que los partidos polí­ticos vení­an arrastrando desde los años 1990 del siglo XX, situación que en buena medida se debió a los propios errores cometidos por estas agrupaciones, pero también por las crí­ticas, muchas veces desmedidas, de algunas voces de la sociedad, que no dudaron en atribuir al sistema democrático los desafueros en los que incurrieron algunas personalidades.

El tiempo ha pasado pero todaví­a parece que no se ha entendido la lección. Desde un lado de la acera se organiza un partido polí­tico no con la intención de ser interlocutor de las demandas del conjunto de la sociedad y articular esos requerimientos para, en el ejercicio del poder, satisfacerlos, sino para servir únicamente como instrumento de dominación del Estado y del gobierno y así­ imponer un personalista proyecto hegemónico.

Desde el otro lado se persiste en solamente proyectar imágenes y supuestos liderazgos que insisten en catalogarse de “independientes”, o presentarse como un “gerente” o un “dirigente comunitario”, alejado de todo aparataje partidista, como si eso fuese realmente un mérito.

Reiteradamente se organizan movimientos de papel, usualmente carentes de ideas, que solo pretenden ser como una maquinaria electoral para alcanzar el poder, no para realmente crear democracia.

Mientras la arena siga arañando los ojos larga será aún la travesí­a por el desierto.

*Felipe González Roa es director de la Escuela de Comunicación Social de la Universidad Monteávila

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