¿Feminismo?

Alicia ílamo Bartolomé.-

En 1946, para las elecciones de la Asamblea Constituyente, se le concedió, por primera vez en Venezuela, el voto a la mujer, puesto que se estableció el sufragio universal y secreto. No fue flor de un dí­a, las pioneras que obtuvieron este logro tení­an 10 años de tenaz y perseverante lucha. Seis de ellas se reunieron el 30 de diciembre de 1935, 13 dí­as después de la muerte del dictador Juan Vicente Gómez, en la casa de Ada Pérez Guevara de Boccalandro, en pleno casco de Caracas, Veroes a Jesuitas No. 20.

Ellas eran, además de Ada, que era la cabeza del grupo, Luisa del Valle Silva de Bravo, Leticia M. de Noel,  Irma De Sola Ricardo, Josefina Bello de Jiménez y Panchita Soublette Saluzzo. Redactaron una carta al presidente interino, Gral. Eleazar López Contreras, abogando por los derechos de la mujer y del niño, en ese entonces, para las leyes, considerados ciudadanos de segunda categorí­a. Es el primer manifiesto feminista venezolano.

Antes de llegar al voto, estas mujeres y la multitud de ellas de todo el paí­s que se les unió, habí­an logrado algunos derechos, como tener chequera particular y firmar documentos en notarí­as. También habí­an fundado la Asociación Venezolana de Mujeres en 1936, que a su vez creó casas de atención prenatal, post natal y guarderí­as. Publicaban un boletí­n de circulación nacional.

Irma De Sola, de 19 años, la más joven del grupo, y Panchita Soublette, estudiante de Derecho, eran solteras, las otras, aunque algunas treintañeras, casadas y con hijos. Unas a sus padres o representantes y otras a  sus maridos, tuvieron que sacar permiso para firmar la carta. Alguna no lo logró, pero entraron otras y ésta llegó al presidente con unas 25 firmas y la adhesión de varias asociaciones.

Las pioneras venezolanas fueron aguerridas luchadoras por sus derechos, pero sin abandonar sus deberes hogareños. Mujeres muy femeninas que llevaron adelante su casa y la crianza de sus hijos sin contratiempos, con sentido de responsabilidad. Ada Pérez Guevara, alma del grupo, que llegó incluso a redactar el boletí­n prácticamente sola, en un momento dado, lograda la conquista del voto, renunció a su labor para irse a la hacienda con su esposo porque allí­ éste no cuidaba la alimentación adecuada para su mal de diabetes y debí­a controlarla ella. Mujeres admirables que sin histerismo, desaguisados ni aspavientos, le dieron a su triunfal batalla feminista tono de sobriedad y elegancia.

¡Qué distintas las arrebatadas feminista de hoy! ¡Y qué favor tan grande le hacen al machismo estas locas! Desaforadas, histéricas, desnudándose en la calle y escribiendo letreros obscenos en las iglesias, creen que esa es una lucha justa. Entienden el feminismo como una degradación de los valores morales, como un igualarse, no sólo a los oficios, trabajos y profesiones que siempre ha ejercido el hombre, sino hasta a sus vicios. Bueno es combatir por la igualdad en cuanto a derechos y deberes ciudadanos, en la vida pública y polí­tica, malo creer que sólo los trabajos y profesiones hasta hace poco sólo ejercidos por varones tienen más valor que los tradicionales llevados adelante por la mujer en su hogar. Qué equivocadas están.

No hay sociedad que marche si no está afincada en la solidez de la familia. El desbarajuste social, nacional y mundial que sufrimos hoy y no podemos negar, a menos que estemos ciegos y sordos, es debido primordialmente a la destrucción de la familia por degradación de la mujer. El amor conyugal, piedra angular del edifico familiar, lo han convertido en mera contabilidad: tú me das, yo te doy; tú me niegas, yo también; tú me eres infiel, pues te pago con la misma moneda. ¡Por Dios! ¿Dónde está el señorí­o de la mujer sobre sus pasiones y sobre los hombres y las suyas? Era ella la que llevaba la batuta en las relaciones sexuales, cedí­a o no cedí­a, poní­a sus condiciones, primero matrimonio o nanay. ¿Por qué la bella española Eugenia de Montijo fue reina de Francia?  Por ese señorí­o, el rey la querí­a para otra cosa.

Las feministas de hoy, igualadas al hombre hasta en esa debilidad de prodigalidad con el sexo, enviciadas, cuando los encantos de la juventud se han ido, tienen que mendigarlo y pagar por éste. ¡Qué tristeza! ¿Es eso feminismo?

*Alicia ílamo Bartolomé es decana fundadora de la Universidad Monteávila

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