En tono menor | Variaciones sobre el amor

Alicia ílamo Bartolomé.-

Amor es renuncia, entrega, fe, perdón, complacencia. Foto: photopin (license)

Mi memoria sigue orientada hacia esa media década de los años 60 del siglo pasado y mi casi un año de pasantí­a parisina. Volví­ a  registrar en este desván de la mente para encontrar el tema de este artí­culo y ahí­ va.

La profesora de la Alianza Francesa que nos sacó de ronda por Parí­s una noche era, como se decí­a en mi época –no sé ahora- un poquito ligera de cascos o alebrestada; tal vez algo mayor que yo -andaba entonces por los 39-, divorciada, dos hijos y un romance con otro profesor de la Alianza, aunque no dejaba de coquetear con sus jóvenes alumnos, sobre todo con los gringos. Ella habí­a vivido en Inglaterra y hablaba muy bien inglés.

El del romance era un excelente y riguroso profesor, estuve en su curso, nos hací­a dictados largos de discursos de De Gaulle, a quien admiraba tanto por su dominio del más puro francés, como lo detestaba en polí­tica. Mi ortografí­a francesa –la más endiablada que conozco- progresó mucho con él: al principio del trimestre cometí­a hasta 80 faltas y al final sólo 40.

La profesora lo era sólo de conversación. Me bautizó “La Venezuelá” y me miraba con recelo. Alguien le habí­a dicho que yo era monja. Me lo preguntó. Contesté: ¿tengo cara de monja? “No”. Entonces…  Terminó por admitirme en su exclusivo grupo de estudiantes bonchones. Su clase era la última de la mañana y, los viernes, propiciaba algo que estaba prohibido en la Alianza: entre todos llevábamos pan, queso y vino y los degustábamos en el aula.

Un dí­a salí­ del metro con dos botellas de vino tinto en una bolsa, tropecé en un escalón, se me rompió una, acomodé el estropicio en el portal de un edificio y llegué a Alianza con el abrigo-impermeable oliendo a vino.

No se si mi admisión al grupo de la susodicha profesora fue antes o después del siguiente episodio: ella poní­a temas para iniciar la conversación. Ese dí­a puso el amor. Yo estaba sentada atrás y escuchaba con atención las diversas intervenciones. Cuando me pareció que ya habí­an dicho suficientes sandeces, como que, si me pareja me hace esto, yo se lo hago también, si me es infiel me busco un(a) amante, etc. -un puro ojo por ojo y diente por diente-, pedí­ la palabra y dije lapidaria: eso de lo que ustedes están hablando, no es amor… pausa estudiada, silencio, todo el mundo se volteó a verme, la profesora se inclinó hacia adelante con atención… Ustedes están hablando de contabilidad… el amor es renuncia, entrega, fe,  perdón, complacencia… y por ahí­ me fui con mi hermosa utopí­a sobre el amor. La clase se quedó muda, asombrada, no sé si por mi locura o por mi verdad.

Y es que hemos pervertido el amor. Lo hemos reducido a la mera atracción sexual, a la concupiscencia, que es un ardid de Dios para meternos en la cadena de la continuación de la especie. A partir del inicio con una simple reacción quí­mica, Dios agregó un proceso ascendente: complementariedad fí­sica, de allí­ a la psí­quica y al fin a la espiritual. Cumplidos estos tres pasos, la pareja humana llega a la plenitud del amor, si bien aunque pálido, un reflejo real del Amor, que es Dios mismo.

A otros llamados amores no los juzgo, los remito al departamento de reserva. Pero hay un amor muy útil: el de la secretaria por su jefe y su señora, filtra las llamadas femeninas sospechosas. Es lo que yo llamo el amor… tiguador.

 * Alicia ílamo Bartolomé es decana fundadora de la Facultad de Ciencias de la Comunicación e Información de la Universidad Monteávila.

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